El gran mérito de "La última fiesta" es su osadía
Comentario de la comedia argentina protagonizada por tres tipos sin cerebro metidos en una aventura peligrosa.
A La última fiesta hay que tenerle paciencia para poder entrar en su juego. Si bien cae simpática de entrada, recién en la mitad de la trama se comprende su descabellada lógica y su desvergonzada propuesta.
La película empieza con un prólogo ambientado unos años atrás en el que se ve a tres niños: Alan, Dante y Pedro. Están esperando a los invitados en el cumpleaños de uno de ellos. Como no llega nadie, lo festejan solos y piden un deseo en voz alta para sellar su amistad. Alan quiere que sus fiestas sean increíbles; Dante anhela ser un dibujante; y Pedro, el lelo del grupo, sólo pide ser su amigo.
Pero en la actualidad sus vidas son muy distintas. Alan (Nico Vázquez), el más canchero de los tres, es un vendedor inmobiliario con cierto éxito. Dante (Alan Sabbagh), el pusilánime, es un dibujante frustrado y guardia de seguridad en un museo. Y Pedro (Benjamín Amadeo) es el freak bueno que tiene que estar medicado para no descontrolarse.
Dante se pelea de su novia y Alan aprovecha que se queda a cargo de una mansión por un fin de semana y le organiza una fiesta para levantarle el ánimo. En la casa hay un cuadro importante que roban y los tres amigos tendrán que recuperarlo. La excusa perfecta para dar rienda salta a una seguidilla de gags comandados por el mal gusto.
Brutal osadía
El principal mérito de La última fiesta es su bruta osadía, su atolondrada libertad. Rocambolesca, grosera, ordinaria, absurda, escatológica, ambiciosa, desenfadada, falocéntrica, sexista, mediocre, pornográfica, torpe, incómoda, atrevida, onanista, ridícula, estúpida. ¿Cómo abordar una película que reúne todas estas características?
La dupla conformada por Nicolás Silbert y Leandro Mark (los mismos directores de Caídos del mapa) vuelve a demostrar interés por la mezcla de géneros y elementos tan disimiles como irreconciliables. En este caso, conjugan la comedia de adolescentes al estilo Proyecto X con el subgénero de guantes blancos y mafiosos. Increíblemente el resultado es aceptable: un filme simpático que hace reír más por lo tonto que por lo inteligente.
Hay muchas subtramas y muchas vueltas de tuerca. La película se oscurece pero luego se aclara y sale adelante, mientras desfilan una serie de personajes tan desopilantes como patéticos.
Si la forma cinematográfica hubiera sido arriesgada como su contenido, quizás estaríamos ante una película de culto. Pero La última fiesta termina siendo un alegre desliz del cine argentino. Reír para no llorar.