UNA ANOMALIA
Hasta el momento, cuatro eran las comedias destacadas durante el 2016 en el panorama del cine argentino: Me casé con un boludo, que evidencia nuevamente que el ego de Adrián Suar sólo es equiparado por la impunidad de la que goza entre el público y los críticos; Permitidos, que expone las vacilaciones de la dupla Winograd-Piroyanski a la hora de seguir consolidando su universo cinematográfico; Inseparables, que confirma que Marcos Carnevale es el referente máximo del mensajismo nacional; y El ciudadano ilustre, donde Gastón Duprat y Mariano Cohn profundizan en ese choque entre la civilización y barbarie que habían comenzado en El hombre de al lado. Si nos ponemos a pensar cada una de estas películas, es difícil encontrar algo novedoso: hay sólo repeticiones y confirmaciones. La novedad dentro del año -e incluso cuando analizamos el cine argentino a nivel más general- la viene a aportar el estreno de La última fiesta.
Será una novedad, pero la fórmula de la cual parte la película es, paradójicamente, algo ya visto muchas veces, aunque en otras latitudes: un trío de amigos, bastante distintos entre sí, pero unidos por una especie de pacto desde la infancia, que arman una fiesta donde el descontrol es la norma y que después deben afrontar las consecuencias como pueden. Lo de las celebraciones como ámbitos atravesados por los códigos de la amistad masculina y el imaginario machista es algo que Hollywood viene abordando desde hace rato, en films como Despedida de soltero, ¿Qué pasó ayer?, 21, la gran fiesta o Proyecto X, pero que en la Argentina sólo ha aparecido a cuentagotas en el terreno publicitario. Es decir, se puede pensar a La última fiesta como la traslación del discurso publicitario a la comedia argentina. Y lo cierto es que en buena medida el film se hace cargo de estos referentes y posibles pertenencias, pero sólo en la medida en que le conviene y estableciendo otras conexiones a lo largo de su relato.
En verdad, lo que más le cuesta a La última fiesta es plantear el conflicto, porque implica establecer un orden narrativo -incluso desde el caos algo impostado de la celebración del título- con el que el film no se termina de sentir cómodo. Ahí tenemos a Alan (Nicolás Vázquez), que se dedica a vender propiedades inmobiliarias pero que lo suyo es enfiestarse cada vez que puede; Dante (Alan Sabbagh), quien no termina de darle el puntapié inicial a su carrera como dibujante y está estancado en su trabajo como guardia de seguridad en un museo; y Pedro (Benjamín Amadeo), que… bueno no sabemos qué demonios hace o le pasa a Pedro, y la verdad que no importa. El segundo está deprimido porque la novia lo echó de su casa y los otros dos (bueno, sólo Alan, aunque Pedro acompaña) prácticamente lo arrastran a una fiesta en la mansión de un tipo muy violento interpretado por Fabián Arenillas. Todo irá fenómeno, pero el robo de un cuadro en medio del descontrol forzará al trío a hacer todo lo posible por recuperarlo, zambulléndose en una trama policial cada vez más complicada y enrevesada. A partir de allí, de lo policial y la estructuración de road movie, es que la película irá adquiriendo una mayor solidez.
Esa solidez se sostiene, por más que parezca una contradicción, en un rumbo narrativo y hasta formal que roza lo anárquico, pero que le sirve a la película para ir expresando unas cuantas ideas sumamente interesantes y hasta instancias estéticas que denotan una imaginación poco acostumbrada en el panorama del cine nacional. Es llamativo cómo, por ejemplo, el film consigue correr de los lugares esperados al rol de la mujer, en especial con el personaje de Eva De Dominici, que al principio parece cumplir con todos los estereotipos objetuales para luego poner en crisis la mirada masculina de Vázquez. También es cuando menos saludable la manera en que se naturaliza el universo pornográfico a través de una visión paródica pero no exenta de cariño. Del mismo modo, se percibe una puesta en escena ambiciosa, que hasta se permite un plano secuencia en un set de filmación que tiene plena pertinencia por cómo va delineando las fuerzas en pugna y las motivaciones de los distintos personajes.
Pero todo lo anterior puede sustentarse y cobrar sentido porque, aun con sus fallas, La última fiesta tiene algo para contar y muestra una sana preocupación en lo que se refiere a la construcción de personajes: como pocas veces en sus carreras, Vázquez, Sabbagh y Amadeo encuentran un campo fructífero para explotar sus respectivas virtudes cómicas. Y esto se nota no sólo en los protagonistas, sino también en los roles de reparto: personajes como el padre adicto a la pornografía interpretado por Roberto Carnaghi; el trío de músicos siempre en pose encabezado por Luciano Rosso; el dealer (Julián Kartún), con su relación cuasi edípica con su madre (Graciela Pal); o el asesino a sueldo (César Bordón) en constante comunicación con su esposa son pequeños hallazgos de comicidad, piezas esenciales en los no pocos momentos de felicidad que entrega la película.
A La última fiesta se le podrá reprochar, no sin razón, sus desniveles narrativos, su arranque titubeante, una banda sonora que remarca demasiado algunos pasajes y algunas resoluciones como mínimo apresuradas. Pero no deja de ser un gran paso adelante para los directores Nicolás Silbert y Leandro Mark, luego de la fallida ópera prima que fue Caídos del mapa, donde casi nunca conseguían encontrar el tono preciso. Acá hay un tono bien definido, en base a una enorme cantidad de ideas y unas cuantas ambiciones llevadas a buen puerto. La última fiesta es una pieza rara, una anomalía dentro de la comedia nacional actual: quizás no sea la concreción, pero sí puede llegar a ser el comienzo de algo nuevo. Difícil saber si esa novedad terminará de plasmarse, si Silbert y Mark podrán ratificar el rumbo, puliendo lo insinuado aquí, o si alguien más tomará la posta. Mientras tanto tenemos este film, que sin ser una maravilla es sincero en todo lo que propone y de lo más feliz que ha entregado el cine argentino este año.