El discreto encanto de la senilidad
El film de Julie Bertuccelli es un drama tenue, reposado, que alberga un dramón en su interior.
Siempre se señaló que a Catherine Deneuve le gustaba tomar riesgos artísticos, por lo cual suele aparecer en óperas primas de realizadores muy jóvenes, produciendo incluso alguna de ellas. En La última locura de Claire Darling (que no es su película más reciente; la actriz de Repulsión filma mucho) toma un riesgo personal, en tanto interpreta a una mujer mayor que ella, de pelo blanco, con signos de senilidad y una muerte anunciada (por ella misma, que está segura de que así va a ser). Encima, que su hija Chiara Mastroianni desempeñe el mismo papel en la ficción acentúa los paralelismos. Esa senilidad, que lleva a Claire a tomar decisiones caprichosas e imaginar presencias fantasmales, es la que justifica el título, que podría dar a pensar, erradamente, que ésta es una comedia en la cual la mujer que fue República hace muchas locuras. La última locura de Claire Darling es en cambio un drama tenue, reposado –de tercera edad–, que alberga un dramón en su interior.
“¿Cuánto cuesta?”, pregunta un interesado en una de las antigüedades que Claire puso a la venta, en una liquidación que más que de garaje es de parque. “50 centavos”, dice Claire para horror de su hija Marie, que trata de poner un poco de razonabilidad en esa venta. Hija de los dueños de la cantera de la zona, Claire reside todavía en la casa familiar, una de esas mansiones europeas con siglos a las espaldas y muros de 20 centímetros de profundidad. Como se despertó convencida de que hoy se muere, decidió que las posesiones de la familia lo hagan con ella. Es una venta de “hoy o nunca”, y ahí están los vecinos inspeccionando antiguos escritorios, bibliotecas y un reloj sostenido por un elefante. “¡No, el reloj no se lo llevan!”, brama Claire, como si se lo estuvieran robando. Es el reloj que la protegía, de pequeña, contra los malos sueños, y que hoy lo sigue haciendo.
La última locura de Claire Darling es una película episódica, que tal vez quiso ser elíptica, “carveriana”, pero es más bien inconsecuente. Los episodios tienden a no dejar huella. Marie la visita pero esa visita no trae ecos entre ellas. Marie se reencuentra con un ex novio de la adolescencia (el excelente Samir Guesmi), que la invita a dar una vuelta en la avioneta que él conduce y por lo que puede verse, en esas cenizas aun arde el fuego. Pero al espectador no le cambia mucho que arda o que no arda, porque sabe tan poco (nada) de los sentimientos de Marie como del resto de su vida. Otro tanto con respecto al padre George, el apuesto cura del lugar, con el cual Claire parece haber tenido alguna que otra historia. Tal vez sí, tal vez no, vaya a saber.
Un flashback (hay varios) ilustra sobre dos tragedias familiares, una de las cuales pone a Claire en una situación de franca culpabilidad y la otra es una de esas pérdidas que duran para siempre. Tampoco nada. No se sabe (no se ve) cómo repercutieron en su vida y cómo lo hacen ahora, si es que lo hacen. Claire tiene una valiosa colección de autómatas del siglo XIX, que no está en venta. ¿Por qué? ¿Qué representan los autómatas para ella? ¿Y para nosotros, que en tanto espectadores de cine buscamos que los distintos elementos de un relato “reboten” entre sí para hacer sentido? No se trata de caer en el drama psicologista, que plantea un trauma en el pasado y cuenta todo su proceso de elaboración, hasta la superación. El problema acá es la falta de resonancia de las acciones, como si cada una de ellas tuviera lugar en un frasco aislado. Basada en una novela de la estadounidense Lynda Rutledge, que participó del guion junto a otras cuatro damas, dirige Julie Bertuccelli, que filma espaciadamente y de quien a comienzos de siglo habíamos visto la bonita Cartas de París.