Todos unidos triunfaremos
La última noche de la humanidad (The Darkest Hour, 2011) plantea un ataque alienígena casi invisible. Con un tratamiento del espacio que por momentos nos recuerda a Exterminio (28 Days Later, 2002), la película resulta un entretenimiento sin demasiadas ambiciones, con algunas secuencias bien logradas. Y otras no tanto.
La invasión de los extraterrestres siempre ha sido un tema recurrente en el cine. Los ha habido de todos los colores, texturas y tamaños. En La última noche de la humanidad son similares a una especie de medusa gigante que se mueve por el aire y –cada tanto- se torna de color rojizo. Cuando terminamos de creer que son inmateriales, un punto de giro nos demuestra que, en verdad, no es tan así. Y a esas criaturas deben enfrentarse dos nerds americanos que han ido a Rusia a cerrar un trato comercial, tras haber desarrollado un software. Trato finalmente trunco por obra y gracia de un yuppie local que se adueñó de la idea. Avanzada la noche, los tres confluyen en una disco. Allí conocen a dos chicas estadounidenses y todo parece ir viento en popa, hasta que las mencionadas criaturas bajan desde el cielo y –claro está- no manifiestan ninguna intención amistosa.
Hay algo del espíritu clase B que circula en todo el relato, evidente en el diseño de arte y –sobre todo- en la construcción de los personajes. Si en la reciente Misión Imposible: Protocolo Fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011) es un tanto anacrónico ver la eterna disputa entre rusos y yanquis, aquí es paradójico ver a los norteamericanos esperando que los militares rusos los ayuden a huir. Por fortuna, la película pareciera tomarse todo en chiste, y más aún desde la segunda parte del film. Recién entonces, La última noche de la humanidad se despoja de la seriedad impostada de la primera parte y aparece una especie de “científico loco”, algunos enfrentamientos que superan a los primeros (bastante elementales: los E.T. “pulverizan” a quien los toque), y una cuota de destreza física.
Lamentablemente, esas elecciones no alcanzan para sacar al film de su medianía. Chris Gorak no es Danny Boyle, quien hizo de una Londres desierta un escenario proteico para generar pánico. Aquí, en Moscú, apenas un par de secuencias entregan una cuota de suspenso. El resto es bastante previsible, sobre todo si el esquema de treinteañeros carilindos en peligro ya fue trabajando tantas veces. Tampoco el efecto 3D consigue agregarle un plus a la totalidad del film, es apenas un “gancho” para ponerse a tono con las actuales modalidades del entretenimiento cinematográfico.