Cine catástrofe… que se disfruta
En las antípodas de la reciente Día de la Independencia: Contraataque, esta película noruega genera empatía hacia los personajes y convence con su factura si se quiere casi artesanal .
La última ola llega a la cartelera apenas una semana después de Día de la Independencia: Contraataque, punto más bajo de la filmografía de un director abonado a la destrucción masiva de ciudades y cuanto vestigio de civilización exista como el alemán Roland Emmerich.
El film de Roar Uthaug no procede de Estados Unidos –aun cuando la versión doblada al inglés con subtítulos al español que se verá aquí invite a pensar lo contrario- ni mucho menos tiene a su disposición una batería de efectos audiovisuales, pero -sin embargo- es un exponente mucho más digno, artesanal, coherente y efectivo del siempre vigente cine catástrofe que el último film del realizador de 2012.
La última ola se sitúa en un pequeño pueblito enclavado en la base de la montaña de Åkneset, una de las zonas turísticas más importantes de Noruega. Allí vive un geólogo a punto de dejar su trabajo para pasarse al negocio petrolero con su mujer y dos hijos. Las coordenadas simbólicas son las habituales, y lo que sucederá sobre la mitad del metraje, también: un movimiento abrupto de las capas geológicas genera un inminente tsumani que amenaza la totalidad de la población, desatando así la habitual estampida de vehículos tierra arriba.
Uthaug dedica los primeros 45 minutos a mostrar la dinámica familiar y laboral del protagonista. La extensión es tan llamativa –sobre todo para el ojo acostumbrado a la vorágine de Hollywood- como funcional a la construcción de la empatía, elemento que Emmerich pareció haber olvidado y que aquí muestra lo indispensable que es a la hora de que el espectador se preocupe por la suerte de la familia.
Pasadas las explicaciones científicas de rigor, la segunda parte del film estará dedicada al reencuentro después de la catástrofe. Uthaug frena parte de la potencia del relato estirando el previsible desenlace un poco más de la cuenta, pero mantiene una tensión constante a fuerza de un manejo tan clásico como efectivo de las variantes narrativas, al tiempo que la ausencia de grandes efectos especiales lo obliga a hacer una película rabiosamente analógica que hace de la destrucción una posibilidad cercana y palpable. Tan palpable como el barro que tiñe de marrón todo elemento captado por la cámara, detalle si se quiere pequeño, pero que ilustra a la perfección que el cine catástrofe podrá no dar sorpresas, pero sí una buena dosis de entretenimiento.