Basada en un cuento de Samanta Schweblin, la segunda película de Laura Casabé se centra en un perturbado escultor, Pablo Benavidez (Guillermo Pfening) que se verá involucrado, a instancias de su psicólogo (Jorge Marrale), a participar en una suerte de residencia de artistas en la que, por las buenas o por las malas, se verá obligado a enfrentar sus propios traumas y demonios. Se trata de un extraño lugar en el que terminará participando en una serie de extraños experimentos que comanda una peculiar crítica de arte (Norma Aleandro).
En clave de comedia negra de terror, Benavidez deberá enfrentarse allí a distintos traumas, entre los que se cuentan la rivalidad artística que mantiene con su mujer (Paula Brasca) y su fallecido padre, además de su propia relación con la comunidad de artistas plásticos y con su propia capacidad creadora. Con la valija con la que se fue de su casa a cuestas, Benavidez debe encontrar la salida a ese laberinto literal en el que se ha convertido su vida.
El guión ofrece unas cuántas sorpresas y el clima se va enrareciendo cada vez más en un filme que, si bien por momentos exacerba sin tan buenos resultados su lado satírico (como la crítica al snobismo de los artistas), logra de todos modos mantener al espectador intrigado en la resolución de su trama gracias a una puesta en escena casi expresionista que, como en los mejores exponentes de esa escuela, convierte a los escenarios en virtuales metáforas de los estados mentales de sus protagonistas.