La vendedora de fósforos cuenta la historia de Walter y Marie, un matrimonio joven, y de su hija, Cleo. Walter está encargado de armar la puesta en escena de la ópera La vendedora de fósforos, una obra avant-garde escrita por el músico alemán Helmut Lachenmann basada en el cuento de Hans Christian Andersen. Marie, mientras tanto, trabaja como asistente de la pianista Margarita Fernández. Las dificultades que encuentra Walter para concebir una puesta en escena que acompañe acordemente la composición asonante de Lachenmann y los problemas de Marie para balancear su trabajo y el cuidado de su hija son estructurados alrededor de reflexiones sobre el rol y la utilidad del arte en el mundo, así como algunas ideas (un poco más superficiales y, en buena medida, paródicas) sobre la política.
Alrededor de la composición cacofónica, hostil y salvaje de Lachenmann, y quizás como un balance entre eso y la incomprensión de esa no-ópera, Moguillansky construye un relato que está lleno de rimas. A lo largo de la película se suceden ecos y respuestas en un diálogo constante consigo misma, exactamente lo contrario a lo que (parece) ocurre en la música. Esta autorreferencialidad es atractiva, le da cierto orden al aparente caos y hasta es muy satisfactoria cuando elementos que parecían arbitrarios toman sentido con el desarrollo de la película. Eventualmente esta autoconciencia se vuelve un poco más forzada a medida que los paralelismos entre la historia de Walter y Marie y el cuento de Hans Christian Andersen devienen más obvios.
Es cierto que la película es transparente en cuanto a esto: desde los primeros segundos se anticipa mediante la voz en off de María Villar (Marie) que es una obra sin personajes, sin escenografía. Anticipa, como los folletines de las óperas (recurso que, a su vez, Walter utiliza para resolver la puesta en escena de la obra), lo que vamos a ver. Los diálogos ágiles, irónicos y veloces de sus personajes, así como las buenas actuaciones de María Villar y Walter Jakob, llevan el relato con mucha dinámica y logran que el balance entre ellos y los momentos más reflexivos, que en otro contexto podrían ser demasiado pretenciosos, funcionen por el contraste. Por esto mismo, también, es que la película pierde peso al final, cuando los momentos reflexivos parecen tomar la rienda del relato y se dejan de lado los elementos más humanos que venían funcionando mejor.