La premisa de Las facultades es extraordinariamente simple: un grupo de universitarios rinde exámenes finales, desde un oral de física hasta una muestra de piano. Lo que a priori podría parecer un ejercicio denso y monótono termina convirtiéndose en una celebración del conocimiento humano. Construida como documental de observación y posicionando al espectador casi en el punto de vista del profesor que toma el examen, la película lleva consigo la fascinación intrínseca de mostrar al público un mundo típicamente privado. Los exámenes orales tienen, cada uno, una estructura propia: algunos son tensos, otros son divertidos, muchos son incómodos. Pero en su selección de participantes, en la diversidad de las disciplinas que se muestran, hay más que la diversión de ver a estudiantes nerviosos frente a un profesor. Ya sea en un examen de sociología o de física, de medicina o de derecho, la mayor virtud que tiene el documental es la de festejar el conocimiento. Es cierto que los momentos más memorables son aquellos que resultan más graciosos, pero hay algo más en la película que la separa de un mero ejercicio de reality tv, y está en esos exámenes que salen bien. Resulta hipnótico escuchar a alguien hablar durante cinco minutos sobre algo ya no que aprendió, sino que sabe. Esto es así aunque el examen sea de historia o de física cuántica. La seguridad del saber es fascinante y esa seguridad se traduce en una retórica prolija, atractiva y contagiosa. Cuando Las facultades termina, la sensación es doble: podría haber durado dos horas más, y dan ganas de volver a la facultad y estudiar todas las carreras existentes. El único momento en el que la película se traiciona a sí misma es en el final, en el que se rinde ante la potencia de uno de los personajes que elige retratar y decide romper el código que se había mantenido hasta entonces. Como todo documental de observación, su atractivo recae en el poder de lo (aparentemente) real. La cámara, en casi todos los casos, está fija y, excepto en el examen de derecho (que, al estar estructurado como un simulacro, con partes defensoras, litigantes y un juez, no tiene más opción que darle al profesor su propio plano), está siempre enfocada en el estudiante. Lo que se nos presenta es la realidad sin intervención del montaje, sin puesta en escena, la realidad como transcurre frente a la cámara. En cambio, cuando uno de los protagonistas, un estudiante de UBA XXII, consigue su libertad, la película decide darle a ese momento un tratamiento privilegiado, retratando su salida del penitenciario y construyendo un relato ya intervenido en el que su protagonista pasa de la cárcel a la universidad, para finalizar en una clase de economía. El momento es bello, sin dudas, pero pierde potencia porque muestra los hilos y contrasta con la crudeza del resto del documental.
El mundo de M. Night Shyamalan supo tener, incluso en sus películas más fallidas –la mayoría–, alguna idea visual. Supo generar y mantener, también, una idea más o menos interesante de suspenso. Un suspenso clásico, construido a partir de un buen manejo del fuera de campo. Ese fuera de campo enuncia una pregunta sobre el universo que se nos presenta, una pregunta que acusa a ese mundo de estar escondiéndonos algo. El resultado es que mientras esa pregunta no se responda, un mundo cuyo realismo pende de un hilo. La incertidumbre, la ambigüedad con respecto a la resistencia de ese hilo, es lo que nos mantiene expectantes, lo que nos hace seguir mirando. Como un truco de magia, sin embargo, en el momento en el que la pregunta se responde nuestro interés cae estrepitosamente. Una pregunta sin respuesta es atractiva porque las posibilidades son infinitas. Ninguna respuesta va a estar jamás a la altura de esa infinidad de posibilidades. La pregunta de una película genera suspenso porque presenta una amenaza sobre el mundo conocido. La idea de que las cosas no son realmente lo que parecen supone un ataque a nuestras creencias y a nuestra percepción de las cosas. El mayor pecado de Shyamalan es creer que la respuesta a la pregunta es tan interesante como la pregunta en sí misma. Para colmo, en muchos casos, la respuesta (que funciona como el famoso plot twist de la película) debería ser, en realidad, el desencadenante real del conflicto. Es decir, el giro del final, en su intención de resignificar toda la película, lo que realmente hace es volverla obsoleta. Por ejemplo, en La aldea pasamos casi la totalidad de la película acompañando al personaje de Bryce Dallas Howard a medida que intenta escapar de una aldea que es continuamente atacada por una especie de hombres-lobo. El giro del final, la revelación de que no estábamos en el siglo XIX sino en el siglo XXI y que las bestias eran muñecos que los mandamás de la aldea usaban para impedir que nadie escapara y encontrara el mundo real, es lo que realmente desafía las creencias del personaje principal. El conflicto de la película, del personaje, empieza ahí, pero apenas quedan unos pocos minutos de película. Tanto en Fragmentado como en El protegido se nos presenta un mundo aparentemente realista, con reglas y códigos conocidos, pero amenazado por la posibilidad de lo sobrenatural. En ambas películas lo sobrenatural se confirma en el comienzo del tercer acto, respondiendo la pregunta fundamental de la película y, por lo tanto, arruinando el misterio. Pero sucede una cosa más: el verosímil de la película entra en crisis. En general, la irrupción de lo fantástico es el desencadenante del conflicto, no el comienzo de su resolución. El hecho de que irrumpa tan tarde hace que sea difícil de creer porque estuvimos la mayor parte del relato creyendo que las reglas de ese universo eran otras, reglas que el propio universo manifestaba. Esto no quiere decir que no se pueda hacer bien: hay casos (Del crepúsculo al amanecer o The World’s End) que juegan a esto y, en mayor o menor medida, salen airosas del experimento. El riesgo es muy grande igual, e incluso en los casos victoriosos muchos espectadores se sentirán traicionados. El problema está en que en esos casos lo sobrenatural no asomaba, no era un interrogante, la película iba por otro lado. Entonces, paradójicamente, el quiebre es tan fuerte y violento que parece más fácil aceptarlo (ayuda mucho, además, el tono y el género de cada película). Sobre todo porque, como la película se mueve en otra dirección, la irrupción de lo sobrenatural funciona solo como un dispositivo más de guion que desafía al personaje, sin transformarse en la pregunta de la película. Fragmentado sufre particularmente este problema. Con el paso de los años, las ideas visuales de Shyamalan se fueron agotando y cada vez es menos lo que se puede rescatar de su filmografía. Si El protegido funcionaba porque el fuera de campo operaba continuamente en la película desde la posición en la cámara, la iluminación y el montaje, insinuando que las teorías descabelladas de Glass sobre los superhombres podían ser ciertas, en Fragmentado no hay nada de esto. La película se presenta como un thriller realista en la que la única insinuación de lo sobrenatural parte del diálogo expositivo. Lo único que plantea la existencia real de que puede haber cambios físicos extraordinarios en un individuo con personalidad múltiple es la creencia de un personaje sobre el tema. El resto de la película y del universo que representa es absolutamente ordinario. Esto no es un problema en sí mismo. De hecho, funciona en tanto establece un horizonte claro en la película, un misterio a develar, una amenaza. El problema es que, al tratarse únicamente de la teoría de un personaje que no está reforzada por elementos genuinamente cinematográficos, cuando lo sobrenatural efectivamente irrumpe la sensación que queda es la de un relato inconexo, frankensteiniano, como si de una película pasáramos a otra sin solución de continuidad. El realismo, que pendía de aquel hilo formado por el fuera de campo, se rompe. La pregunta se responde y resulta mucho menos efectiva de lo que hubiera sido mantener la ambigüedad hasta las últimas consecuencias. Corte a Glass. Hay un problema en la película que parte de su propia naturaleza: por más que Shyamalan se convenza a sí mismo de lo contrario, esto no es una trilogía. Glass no es una tercera parte, es la segunda parte de dos películas distintas al mismo tiempo. Dos películas que, más allá de una conexión desesperantemente superficial al final de la segunda, eran absolutamente independientes entre sí. Dos películas que hablaban de cosas distintas y cuyos personajes lidiaban con conflictos distintos. El protegido presenta dos personajes opuestos: uno cuyos huesos se rompen como vidrio, otro cuyos huesos son indestructibles. Uno cree que es el villano y que el otro es el héroe. En Fragmentado ambos personajes son víctimas de abuso y lidian con él de maneras opuestas (la violencia extrema versus el retraimiento). El conflicto de Kevin Wendell Crumb (James McAvoy) no tiene que ver con el conflicto de David Dunn ni con el de Glass. Querer sacar una secuela de ambas películas a la vez es tan ocurrente como querer sacar una secuela de Volver al futuro y de Jurassic Park al mismo tiempo. La conexión es meramente superficial. Ahora bien, indudablemente existe una Glass hipotética que es mejor que la versión que finalmente nos llegó. Más allá de su problema fundacional, todo lo demás está mal. Su estructura es inaprehensible y el verosímil es completamente insostenible (esto no sorprende si se tiene en cuenta todo lo dicho). Los actores están obligados a enunciar líneas de diálogo que solo sirven para justificar la existencia de la propia película y no para hacer avanzar ningún tipo de conflicto. No hay un solo plano interesante en la película y cualquier idea interesante que Shyamalan supo tener hace veinte años brilla por su ausencia. La película dura más de dos horas y durante la primera hora y media no se sabe de qué se trata. Otro problema: tanto El protegido como Fragmentado responden fehacientemente las preguntas correspondientes a cada película. Dunn es sobrehumano y La Bestia existe. Por lo tanto, el atractivo fundacional de esas películas ya no está. No creo que haya películas imposibles de hacer, creo que toda idea puede ser, eventualmente, una buena película. Pero Shyamalan no encontró la manera de imprimirles un nuevo interés a sus personajes y decide que la primera hora de Glass se trate de (literalmente) convencer a los protagonistas de que todo lo que pueden hacer es producto de su imaginación. La película intenta, literalmente, reinsertar el misterio en los personajes, hacernos dudar de lo que ya sabemos, en un intento burdo y perezoso de que los protagonistas nos interesen de nuevo. No voy a decir nada del final, no porque no quiera arruinárselo a nadie, sino porque es un disparate tan gratuito y pobremente ejecutado que no estoy del todo seguro cómo describirlo. Creo que Shyamalan, en un intento desesperado de que lo tomen en serio, se terminó tomando a sí mismo y a sus ideas demasiado en serio. Glass es el producto de un niño delirante que se preocupa más por ser ingenioso que por detenerse a pensar si realmente hay algo de ingenio en lo que dice. Se convirtió, básicamente, en un estudiante de cine.
La vendedora de fósforos cuenta la historia de Walter y Marie, un matrimonio joven, y de su hija, Cleo. Walter está encargado de armar la puesta en escena de la ópera La vendedora de fósforos, una obra avant-garde escrita por el músico alemán Helmut Lachenmann basada en el cuento de Hans Christian Andersen. Marie, mientras tanto, trabaja como asistente de la pianista Margarita Fernández. Las dificultades que encuentra Walter para concebir una puesta en escena que acompañe acordemente la composición asonante de Lachenmann y los problemas de Marie para balancear su trabajo y el cuidado de su hija son estructurados alrededor de reflexiones sobre el rol y la utilidad del arte en el mundo, así como algunas ideas (un poco más superficiales y, en buena medida, paródicas) sobre la política. Alrededor de la composición cacofónica, hostil y salvaje de Lachenmann, y quizás como un balance entre eso y la incomprensión de esa no-ópera, Moguillansky construye un relato que está lleno de rimas. A lo largo de la película se suceden ecos y respuestas en un diálogo constante consigo misma, exactamente lo contrario a lo que (parece) ocurre en la música. Esta autorreferencialidad es atractiva, le da cierto orden al aparente caos y hasta es muy satisfactoria cuando elementos que parecían arbitrarios toman sentido con el desarrollo de la película. Eventualmente esta autoconciencia se vuelve un poco más forzada a medida que los paralelismos entre la historia de Walter y Marie y el cuento de Hans Christian Andersen devienen más obvios. Es cierto que la película es transparente en cuanto a esto: desde los primeros segundos se anticipa mediante la voz en off de María Villar (Marie) que es una obra sin personajes, sin escenografía. Anticipa, como los folletines de las óperas (recurso que, a su vez, Walter utiliza para resolver la puesta en escena de la obra), lo que vamos a ver. Los diálogos ágiles, irónicos y veloces de sus personajes, así como las buenas actuaciones de María Villar y Walter Jakob, llevan el relato con mucha dinámica y logran que el balance entre ellos y los momentos más reflexivos, que en otro contexto podrían ser demasiado pretenciosos, funcionen por el contraste. Por esto mismo, también, es que la película pierde peso al final, cuando los momentos reflexivos parecen tomar la rienda del relato y se dejan de lado los elementos más humanos que venían funcionando mejor.
Es sal Ninguna de los adjetivos con los que se me ocurre describir a Star Wars: Los últimos Jedi supone un valor en sí mismo. Diría que es una película, ante todo, distinta. Diría, también, que es una película novedosa y, también, que es una película rebelde. Nada de eso es un mérito en sí mismo si fuera solamente eso. El gran valor de Los últimos Jedi recide en que, justamente, no lo es. Considerar Los últimos Jedi poniéndole el peso de sus siete capítulos precedentes es, en buena medida, un error. Es cierto que la franquicia, como toda franquicia, tiene una identidad propia, una serie de reglas que, como todas las reglas artísticas, se fueron codificando únicamente a través de la repetición y de la insistencia. Pero también es cierto que Star Wars no es una (eventual) enealogía, sino un conjunto de tres trilogías. Si hay algo que no se le puede reprochar jamás a George Lucas, a pesar de los mamarrachos de las precuelas, es el haber hecho lo mismo que en el pasado. Las precuelas son, indudablemente, distintas a las películas originales. El tono es distinto, la estética es distinta, la ambición y la ejecución son distintas. A pesar de todas sus falencias, las precuelas trataron de hacer algo distinto. El mamarracho y la cantidad de papelones que hay en las precuelas han sido deslgosados de manera casi psicópata en internet y no es pertinente a lo que nos reúne ahora. Destaquemos, entre todo ese lío, lo que las precuelas sí hacen bien. George Lucas buscó algo distinto, algo novedoso e inesperado en relación a, acaso, una de las obras artísticas más importantes del siglo XX. Pero el mérito, el gran mérito de George Lucas, fue que encontró la manera de que esa novedad y esa búsqueda de algo distinto fuera coherente con la historia que estaba contando. La novedad estaba al servicio del relato y no viceversa. Me permito un momento de fundamentalismo cinematográfico: una película no es solamente una historia, pero sí es ante todo una historia. Las ideas subyacentes, las miradas sobre el mundo, deben transpirar orgánicamente lo que sucede, no estar forzadas ni puestas en el foco. Si la historia es coherente y redonda, la idea va a estar clara sin necesidad de ser resaltada. Un caso en el que esto no sucede, por dar un ejemplo, es Birdman, de Iñárritu. La historia pareciera que fuera una excusa para dar una clase sobre arte, pero la historia propia de la película, el primer nivel de la historia, a Iñárritu no le interesa en lo más mínimo. Tanto El despertar de la fuerza y Los últimos Jedi (como miles de otras películas, obvio, pero estamos hablando específicamente de Star Wars) tienen una idea clara. El despertar de la fuerza es una reflexión sobre sí misma: completa un círculo empezado con La guerra de las galaxias en 1977. La primera quería homenajear el cine y los seriales que George Lucas consumía en su infancia, tomando elementos de ellos y reproduciéndolos literalmente en la película (la estructura del “camino del héroe”; el mundo, que tenía más de fantástico que de ciencia ficción “real”; el título y el text crawl iniciales; incluso la música de John Williams repetía leit motifs de obras anteriores). El despertar de la fuerza repite este proceso, pero cierra el círculo incluyendo a la propia La guerra de las galaxias en esa bolsa de referencias. La película original se convirtió ella misma en un elemento fundamental de la cultura popular. Fue para J.J. Abrams lo que aquellos viejos seriales fueron para George Lucas. De allí la historia familiar, la insistencia (justa y medida) sobre la nostalgia. No dejaba, sin embargo, de ser una película en sí misma, con sus propias invenciones y sus propios méritos. Dijimos que cada trilogía es un paquete cerrado, distinto a las otras. El gran núcleo de la trilogía nueva estaría, aparentemente, cargado de cierto posmodernismo peligroso. Peligroso en tanto puede terminar atentando contra sí mismo. Los últimos Jedi tiene otra idea que, a su manera, se relaciona más con la ambición de George Lucas en las precuelas que con la trilogía original, pero no deja de preguntarse a sí misma qué lugar ocupa en una saga que lleva cuarenta años y nueve películas (contando Rogue One). En este contexto entra Rian Johnson a escena. Donde las precuelas fallaban (aunque noble y coherente, la ejecución de la novedad era torpe) Johnson acierta. Los últimos Jedi es una película, ante todo, inesperada. Es cierto que Johnson elige romper con ciertas expectativas a las que la saga nos tiene acostumbrados. Es cierto que esas expectativas las rompe con giros narrativos impactantes que para algunos y en una primera lectura (errada) parecieran ser meros efectos rebeldes, adolescentes, de un tipo que solo le interesa mostrarse subversivo y “efectista” (sea lo que sea que signifique eso). El error en esta lectura sesgada es que esos giros no son para nada caprichosos. Los giros a los que me refiero, concretamente, son tres: la muerte de Snoke, la revelación de que los padres de Rey no son importantes y el exilio y posterior redención de Luke. En Los últimos Jedi hay dos ideas sobre el mundo que chocan. Así como está el lado oscuro de la fuerza y está la luz, también está la añoranza del pasado, las leyendas y el desprecio por el mismo. La gran ideología que parece dominar toda la película (hasta el final) es con la que insiste Kylo Ren: “Let the past die”. La idea predominante de Los últimos Jedi es que las cosas no son necesariamente blanco y negro. Hay grises. La obsesión por alejarse del pasado, por dejarlo morir, parece ser la que lleva a Johnson a matar a Snoke en la mitad de la película, a extirparle a su protagonista cualquier pizca de linaje especial que pueda tener, a plantear una trama demencialmente simple que se parece más a Mad Max: Fury Road que a cualquiera de las películas anteriores de la saga. Las reglas que alimentaban todas esas películas parecen no correr más. Pero esto no es caprichoso, sino que supone una continuación lógica no solamente (aunque sí esencialmente) de lo planteado en El despertar de la fuerza y también en el final de El regreso del Jedi. La desesperación de Rey por encontrar su lugar, su pertenencia, está atada a encontrar su origen. Kylo Ren vivía obsesionado con Darth Vader cuando en realidad era un niño caprichoso, con berrinches. Luke, en el momento de mayor necesidad de la Resistencia, no apareció. A partir de esas semillas, Johnson explora a los personajes de manera coherente y orgánica, los deja desenvolverse en el mundo acorde a sus necesidades y no a lo que las expectativas (equivocadas y necias, a mi parecer) de los demás dictan. Las ideas extremas de la película, la oscuridad y la luz, matar al pasado y preservarlo, se demuestran, por el propio desarrollo de los personajes, como nociones erradas e inmaduras. El mundo es complejo y el mundo de Star Wars siempre fue complejo, al menos desde el momento en el que un joven granjero descubrió que el tipo más malo de toda la galaxia era su padre. Esa complejidad lleva a encontrar grises, puntos medios. La propia idea de los grises, de los conflictos dentro de los personajes que se debatían entre el bien y el mal, la plantó el propio Lucas con la redención de Vader en El regreso del Jedi. Esa redención no podría haber sido posible jamás de no existir en Anakin una lucha interna. Los últimos Jedi se da el lujo de jugar con el mundo que ha heredado y encuentra en ese juego un lugar para la novedad orgánica y natural. Lo dice uno de los soldados en Crait: no es hielo, es sal. No es una película fría. Es otra cosa. Es distinta.
Liga de la Justicia es una película desprolija, desarticulada y esquizofrénica. Va un desglose: Steppenwolf, que está hecho completamente por CGI (a pesar de ser un tipo con una armadura), no tiene absolutamente ningún tipo de interés. Ninguno de los chistes, correctos en papel, funcionan en cámara. Ninguno. El timing está mal, los planos están mal, las actuaciones, en esos momentos, están mal. La desconexión entre la supuesta ligereza, con los chistes wannabe incluidos, y la propuesta estética (que es oscura, roja, claustrofóbica), da como resultado una película que no se entiende ni qué es ni qué quiere ser. La estética de la película (de nuevo) es fea. Todo es feo. Los colores (desaturados, obvio) son feos, la iluminación es fea, los planos son feos. Snyder, que no sabe filmar ni contar historias, por lo menos daba algún que otro plano mínimamente estético. Por momentos la película parece filmada por un amateur. La acción es de una falta de inspiración vergonzosa. Ninguna pelea tiene una coreografía que sea mínimamente interesante. Los poderes de los personajes están absolutamente desperdiciados, si es que son utilizados en absoluto (¿qué hace Aquaman además de ser fuerte y nadar rápido?). La sucesión de eventos (llamarle trama sería una exageración) está apuradísima. Los personajes pasan de A a B de un momento a otro a partir de motivaciones dudosas e inverosímiles. La utilidad de cada personaje dentro de la película es difusa. Basta de usar cubos como motor de tramas. Batman, “el mejor detective del mundo”, descubre que Aquaman y Arthur Curry son la misma persona porque al lado de Arthur Curry hay un dibujo de Arthur Curry siendo Aquaman. Steppenwolf explota una ciudad entera de Rusia, la rodea con una tormenta roja de destrucción y apocalipsis y la encierra en una burbuja azul de energía. Cyborg tiene que “hackear” algo para saber dónde está. ¡Prendan la tele y miren el noticiero! Ben Affleck se dio cuenta de que forma parte de algo que es medio una mierda y no se la banca demasiado. La pereza con la que actúa en todas las escenas en las que aparece es impresionante. Los demás actores están bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. El problema es que Nada De Lo Que Les Pasa Me Importa. Aquaman tiene algún tipo de problema familiar que no está desarrollado. Flash tiene algún tipo de problema familiar que no está desarrollado. La Mujer Maravilla está triste por algo que sí me importa pero porque lo vi en otra película, una bien contada. Batman está con culpa por algo que hizo (pero que en realidad no hizo) en otra película (pero una peor que esta). Ah, y Cyborg tiene algún tipo de problema familiar que intenta estar desarrollado pero que No Me Importa (además de que es absolutamente inverosímil). El CGI en general es horrendo y barato. Liga de la justicia no tiene horizonte. Es una película sin dirección ni ideas propias (apenas si tiene alguna idea ajena). No sabe lo que quiere ser. Apunta a ser una apuesta segura y correcta y a duras penas consigue eso. Su trama es solo el esqueleto, despojado de cualquier tipo de contenido, de lo que debería ser la trama más elemental de una película de superhéroes. Es un bosquejo. Batman, Superman, la Mujer Maravilla, Flash y Aquaman son, indudablemente, los personajes más reconocibles de la cultura del siglo XX y, sin embargo, la primera adaptación al cine de su reunión es insípida, translúcida e irrelevante. No genera ningún tipo de emoción, ni siquiera indigna. Es más, la única indignación posible surge, justamente, de que no alcanza ni para indignarse.
La obra de Stephen King está construida, en buena medida, alrededor de la dicotomía más vieja de todas: el Bien contra el Mal. En la mayoría de sus historias hay un elemento intrínsecamente malvado que es derrotado (o no) por un agente del Bien. Lo que Stephen King logra y lo que lo hace genial es cómo construye, alrededor de esa dicotomía, una historia con personajes. Mi papá me dijo una vez que las premisas de muchas de las novelas de King son completamente ridículas pero que, cuando funcionan, son brillantes (el riesgo está en que esas premisas ridículas, cuando no funcionan, se convierten en libros ridículos). Ejemplos: en Cell, una señal transmitida a través de teléfonos celulares convierte a las personas en salvajes. En 11/22/63, un hombre viaja al pasado para evitar que maten a Kennedy. En Christine, un auto cobra vida y mata gente. It es, quizás, la novela paradigmática, no solo de Stephen King, sino de la literatura americana del siglo XX. En It están, en su máxima expresión, los dos elementos que caracterizan al autor: el terror y los personajes. El gran mérito de la novela es lograr que la lucha entre el Bien y el Mal exista en sí misma pero que, además, sea funcional al desarrollo de los personajes que encarnan esa lucha. La novela es aterradora, pero me parece que definirla como una novela “de terror” le un da énfasis a un aspecto de la novela que termina dejando de lado otro que es, sin dudas, igual de importante. Si me viera obligado a catalogarla de alguna manera concreta, diría que It es un coming of age de terror. Esta introducción parece innecesaria, pero es particularmente relevante para hablar de It, la película. La película, digámoslo, no es una buena película de terror. El payaso, si bien es inquietante, no es demasiado aterrador, y excepto por un par de escenas excepcionales, la mayoría de los sustos están planteados como golpes sorpresivos, jump scares. Terror de manual: el jump scare funciona cuando es, apenas, la catársis de un estado previo de tensión que termina siendo insoportable. La expectativa del jump scare, la conciencia de que algo va a aparecer repentinamente para asustarnos, es lo que realmente aterra, pero no ese algo en sí mismo. Lo desconocido e inesperado. El suspenso. En It esto no funciona. Ahora bien, lo dicho: la novela no es solamente una novela de terror. Es, también, una novela de aprendizaje y de crecimiento y de reencuentro con la infancia (es todo eso en serio, ¡es larguísima!). La parte de reencuentro con la infancia no la tenemos en la película (que solo adapta la parte de la historia que transcurre en la infancia de los personajes), pero todo lo demás está. Y eso sí que está bien. Stephen King es un gran constructor de personajes, pero es, especialmente, un maestro escribiendo chicos. La película triunfa cuando deja de ser una película de terror y pasa a ser una versión extendida y más poblada de Cuenta conmigo. Los siete chicos son encantadores, están elegantemente distinguidos entre ellos y cada uno tiene una función específica para la trama, ninguno sobra. En la primera escena, Georgie Denbrough sale de su casa en medio de una tormenta demencial ante la completa ignorancia de su madre. Mientras persigue un barquito de papel, se golpea la cabeza con una baranda. No hacía falta que habiera un payaso asesino suelto para que quede claro que Georgie Denbrough está siendo, como mínimo, imprudente. Cuando finalmente encuentra a Pennywise, una señora lo ve desde su porche, echado en el suelo, mirando hacia la alcantarilla, mientras le caen litros y litros de agua encima. La señora decide no hacer nada. Al pobre Georgie le arrancan un brazo y grita desesperado mientras el payaso asesino lo arrastra hacia las alcantarillas y la mujer jamás se da por enterada. Apenas levanta las cejas cuando cree ver un charco de sangre en medio de la lluvia. Desde la primera escena entendemos el contexto en el que crecen los personajes: Derry es un pueblo en el que los chicos están completamente librados a su propia suerte. No hay protección de nada y los adultos solo actúan como obstáculos o amenazas. Es cierto que, si It es tanto una historia de terror como una de crecimiento, no es un problema menor que uno de esos dos elementos no funcione, y menos lo es que esa falla venga del hecho de que el payaso titular no dé todo el miedo que debería dar. Pero la otra parte, la parte de los chicos y su desarrollo en ese terrible pueblo olvidado por Dios, está tan pero tan bien que podemos perdonar el pecado original.
Je suis Peter Parker El Hombre Araña es el más grande superhéroe de todos los tiempos. Su encanto se reduce fácilmente a tres elementos: tiene uno de los mejores diseños de la historia del comic americano, sus poderes son tan atractivos como simples y, finalmente, está su identidad secreta. Peter Parker es, antes todo, un tipo común. No es un estandarte inmaculado de la esperanza y el deber, aunque siempre decida hacer Lo Correcto. No está constantemente atormentado por los horrores del pasado, aunque lleve consigo una culpa agobiante. Si la lleva, lo hace con humor. El mayor acierto de Stan Lee cuando concibió al personaje fue, precisamente, que sea “uno de nosotros”. Homecoming trabaja directamente sobre esta idea. Peter Parker es un joven de quince años que vive en un mundo donde los superhéroes son reales. Si originalmente Peter se distinguía de sus superpoderosos compañeros por no ser millonario ni inmortal y por lidiar con su educación y su situación económica a la par de sus deberes heroicos, en Homecoming la relación con el espectador cobra un nuevo nivel. La fascinación de Peter con los Vengadores es comparable a la que nosotros mismos tenemos cuando vemos estas películas. Peter y el espectador de cine manejan el mismo nivel de fantasía infantil (palabra que jamás debería interpretarse peyorativamente), el mismo nivel de añoranza y felicidad. Más que ningún otro personaje, sentimos con Peter el vértigo, la emoción e incluso la eventual angustia de estar cumpliendo la fantasía de cualquier niño. Esa primera idea había sido insinuada en su breve introducción durante Civil War. Peter pasaba de detener ladrones de carteras en la calle a luchar con (y contra) los Vengadores en Berlín. Pero el foco de esa escena estaba puesto en los adultos y sus propios conflictos, con lo cual el impacto de esa situación en Peter quedaba en un segundísimo plano. Homecoming, después de un prólogo que introduce al personaje de Michael Keaton, nos lleva a esa misma escena de Civil War, pero contada, literalmente, a través de sus ojos (si compramos a regañadientes la idea de que nuestros celulares -y particularmente la cámara- son extensiones nuestras). A film by Peter Parker, anuncia una placa negra, y pasamos a un videoblog sobre sus vivencias en Alemania. La película maneja un balance perfecto entre la conexión con el resto de las películas de Marvel y la autonomía de cada una de ellas. La secuencia de Berlín, narrada por Peter, está fragmentadísima y solo vemos a Peter reaccionar ante ciertos momentos que recordamos de aquella película. Pero, si no vimos Civil War, el efecto es igual de efectivo. Lo que importa no son esos detalles, sino que se nos está presentando a un niño. Un niño que de repente está al mismo nivel que sus héroes imposibles. Pero, de nuevo, Peter es un tipo normal, no un Vengador. Inmediatamente después de que esa secuencia termina, vemos a Peter saliendo de la estación de tren para llegar a su escuela secundaria, caminando. La fantasía infantil terminó y ahora volvemos al mundo real. El resto de la película será, entonces, buscar revivir esa fantasía, hacerla real una vez más. El foco se pone en la adolescencia, en la sensación de no pertenencia en ningún lado. La obra de John Hughes, explícitamente referenciada, es un camino que la película busca. Peter ya no siente que la escuela tenga nada para ofrecerle, pero los propios Vengadores tampoco lo reciben con los brazos abiertos. La búsqueda de un lugar y de la propia identidad es lo que domina el relato. El hallazgo es abrazar completamente ese género que los americanos manejan a la perfección, el de la comedia adolescente. En Homecoming nada está librado al azar, no hay cabos sueltos, tanto desde el punto de vista narrativo como de lo emocional. La sucesión de eventos lógicos sobre los que se desarrolla la trama está perfectamente sostenida por las consecuencias afectivas que esos eventos tienen sobre los personajes. Esto parece obvio y debería cumplirse en cualquier película más o menos decente, pero desgraciadamente no es así (y menos lo es si lo comparamos con pasadas adaptaciones del mismo personaje). Casi como si Marvel le estuviera diciendo a Sony (los productores de las películas anteriores): “Mirá, así es como se hace”. La historia involucra tres hilos narrativos distintos (el drama de secundaria, la prueba de valor ante Tony Stark y el antagonismo del Buitre) que se entrelazan de manera natural y fluida. Por ejemplo, después de una secuencia de montaje adorable en la que Peter y la Tía May (gracias, Marisa Tomei) practican para la gran noche del baile de Homecoming, el ritmo ligero y alegre es interrumpido de un golpe con la revelación de que Adrian Toomes, el villano, es, verdaderamente, el padre de Liz, la pareja de Peter. Lo que sigue es una secuencia de suspenso clásica, de manual, pero perfectamente ejecutada y con un timing cómico impecable (la película no se olvida del humor ni por un segundo), en la que confluyen las dos líneas principales de la película. La negación de la infancia es un problema que se repitió bastante en los últimos años, aunque últimamente parece estar desapareciendo. El intento de hacer películas de superhéroes “para adultos”, con bodrios espectaculares como las de Batman y Superman, demuestra una falta total de comprensión de lo que el género (y, si me apuran, el cine en general) es. Hay excepciones, por supuesto, con películas de superhéroes “maduras”: Logan, por ejemplo, no niega la infancia, sino que utiliza el ocaso de la infancia como elemento narrativo. No puedo evitar pensar que la mayoría de los casos terminan casi siempre mal porque manejan un error conceptual desde su base: es decir, ninguna de esas películas podría jamás estar bien. Homecoming, más todavía que varias de las producciones de Marvel, parece entender esto. La existencia de estas películas, de estos personajes, se sostiene en que hacen reales nuestros sueños. Todos somos Peter Parker, viendo a los Vengadores de lejos, volando, luchando contra el mal, queriendo ser como ellos.
Bastante se ha dicho (y aunque no se haya dicho, siempre fue una intuición, desde los comienzos del cine) del límite más bien difuso entre la ficción y el documental. La idea ¿inocente? de que un documental es un reflejo fiel de la realidad y no una construcción narrativa como cualquier otra, hoy en día, está más desacreditada. Lo interesante es que el efecto de un documental, aunque sepamos que es ficción (de otro tipo, pero una construcción ficticia igual) sigue siendo distinto al de una película, digamos, tradicional. La ilusión de verdad sigue estando, hay un pacto distinto con el espectador. Lo bueno de entender este efecto es que puede aprovecharse como recurso dramático en cualquier tipo de película. El ejemplo paradigmático, me parece, es Close-Up, de Abbas Kiarostami, que ficcionaliza un hecho real, pero usando de actores a los protagonistas reales del hecho. La distinción entre lo real y lo ficticio termina siendo de una vaguedad maravillosa. Casa Coraggio hace algo bastante parecido. Sofía, que está viviendo en la ciudad, viaja a visitar a su familia en Los Toldos. La película mezcla actores con personajes reales, articulando un relato clásico, construido alrededor de situaciones que, en el sentido original de la palabra, son documentales. Sofía, que es tanto actriz como personaje real, revive su infancia a través de su familia como del pueblo mismo. Llegamos con ella a la casa de los Coraggio (ahora Urosevich, en realidad), una familia que maneja desde hace varias generaciones la funeraria Casa Coraggio. En el transcurso de la película Sofía entiende, a partir de conversaciones con su abuela, con su padre (conversaciones, intuimos -pero en definitiva no importa-, reales) que debe quedarse en Los Toldos y abandonar su vida de ciudad para hacerse cargo de la funeraria. El gran mérito de Casa Coraggio es que no se limita a la curiosidad de que sus personajes no sean actores: la película funcionaría de igual manera si no conociéramos la naturaleza de la premisa. Es un relato íntimo, de nostalgia pura, con personajes entrañables y con la frescura que da un excelente manejo de la mezcla entre no-actores y actores, aunque a veces se note que algunos de los primeros se dan mejor maña que otros.
That unspoken thing Me cuesta no pensar a las películas de Marvel como un gran objeto único. No solo por el elemento narrativo que las hace suceder todas en el mismo universo, sino porque desde el mismo estudio promueven esta mirada. El último capítulo de las Capitán América, por ejemplo, empieza con un prólogo cuyo remate es el logo de Marvel Studios y no el título de la película (que no aparece hasta el final). O sea, antes que una película de Capitán América estamos viendo una película de Marvel. Esta línea me hace pensar que existen, a grandes rasgos, dos tipos de películas del MCU. Por un lado, las películas de Marvel y, por el otro, las películas de Jon Favreau, las de Shane Black, las de Joss Whedon y las de James Gunn. Hay un tercer grupo, quizás, que es una especie de híbrido fallido (llamémosle a este tercer grupo “Thor“). En el primer grupo están las mejores películas, las que tienen, a falta de otro concepto más preciso, ideas. Hay una idea muy clara en Guardianes de la galaxia, tanto en la primera como en la segunda. Hay una dirección precisa hacia dónde apunta el desarrollo de la historia y de los personajes. No estoy hablando solamente de que el guion sea prolijo (y, de hecho, el guion de Vol. 2 es un poco –apenas– más vago que el primero, menos pulido), sino de algo concretamente cinematográfico. James Gunn maneja el universo de Guardianes no como la adaptación de otra cosa, sino como algo absolutamente propio. Ese dominio es el que hace que los chistes funcionen siempre, desde los momentos más ligeros hasta el cameo de Hasselhoff en un momento dramático extremo. Este dominio, lo que hace que Vol. 2, junto con su antecesora, pertenezca a aquel primer grupo, se ve en todos los aspectos de de la película. Desde el color (¡cuánto color!), los movimientos de cámara, los sonidos, hasta el tono. Todas las películas de Marvel tienen una buena cuota de humor, pero ese humor no es siempre igual. No es lo mismo un chiste de Iron Man 3 que uno de Los vengadores. Y, claro, no es lo mismo un chiste de Guardianes que un chiste en cualquier otra película. Guardianes de la galaxia es una película con identidad propia, con nombre y apellido. Una vez que la acción se detona hay dos líneas narrativas en Vol 2. La principal, a priori, es la de Peter Quill y Ego. La que sucede paralelamente es la de Yondu y Rocket. La belleza de la película está sintetizada en el último plano (el último antes de las cinco escenas poscréditos, al menos). Rocket, que había robado baterías que no necesitaba, que causó la destrucción de la nave y que era constantemente hostil hacia sus compañeros, ve el funeral de Yondu con los ojos vidriosos. A lo largo de la película se habla de la paternidad, de la familia, de la pertenencia, pero la línea que verdaderamente trata de eso es la de Rocket. Kurt Russell es una excusa para explorar el trasfondo real de esos personajes que Gunn adoptó como suyos y a quienes conoce y desarrolla como si fueran sus propias creaciones. Aunque, en realidad, lo son. Eso es lo que lo convierte en un autor. Es admirable, incluso, si al hacer eso la película se olvida un poco de armar una estructura más firme, incluso a pesar de algún que otro momento sobreexpositivo. La secuencia de títulos inicial es una declaración de principios y el dato, a priori anecdótico, de que sea el mismo Gunn el que realizó el motion capture para el baile de Baby Groot, no puede sino realzar esa declaración como una firma. Este es mi mundo, estos son mis personajes y los amo. Qué suerte tenemos nosotros de que Gunn, además de amar a sus personajes, sepa filmar.
El mundo que se plantea en Ghost in the Shell, desde el manga original hasta la última película estrenada, es un mundo de límites difusos. La distinción entre hombre y máquina es cada vez más difícil a medida que la población se pone más y más implantes tecnológicos que mejoran su cuerpo. Los límites culturales también son poco distinguibles: la acción transcurre en un Japón distópico en el que cohabitan franceses, americanos, ingleses, japoneses, africanos, y entre todos el pase de un idioma al otro sucede sin mayores dificultades. En este contexto y, justamente, por este contexto, Major (Scarlett Johansson) es única. Es el primer ¿humano? cuyo cuerpo es completamente artificial. En esa carcaza habita su mente, su “fantasma”. La película animada de 1995 planteaba como conflicto central la pregunta: “¿Qué soy?”. La versión que nos llega ahora a nosotros, dirigida por un Ruper Sanders, empieza con esa pregunta, pero, no tan lentamente, la deja de lado por otra un poco más acotada: “¿Quién soy?”. Se habló bastante de que el casting de Scarlett Johansson es parte de lo que se llama whitewashing, es decir, poner a un actor blanco a interpretar un personaje que, tradicionalmente, es de una minoría (en este caso, un personaje asiático). Los motivos extracinematográficos por los que se tomó esa decisión, en esta nota, no me interesan. Los problemas de Hollywood en cuanto a representación existen, pero el análisis caso por caso es inútil e irrelevante, el diagnóstico solo se puede hacer en una escala macro. Por lo tanto, en el contexto específico e individual de Ghost in the Shell, el casting de Scarlett no es gratuito. El conflicto de Major en la película es, como dijimos, la búsqueda de su propia condición de ser y, en concreto, la búsqueda de su identidad individual. Quién era antes y qué/quién es ahora. En este sentido, en un mundo donde los límites culturales y humanos están constantemente puestos en juego, que haya una discordancia racial entre el cuerpo y la mente le agrega una capa más a ese conflicto. Esto también estaba, en cierta medida, en el anime original: el ghost del villano era un hombre, pero el cuerpo que habitaba era de una mujer. ¿Qué es lo que define quiénes somos? Como el anime (pero de una manera bastante distinta), la película no ofrece respuestas claras.