Se estrena, luego de ganar la Competencia Argentina del Bafici 2017, La vendedora de fósforos, un film donde varias artes (la ópera, la literatura, la música, el cine) se mixturan y se borran los límites entre el documental y la ficción para pensar también la sociedad contemporánea.
Mientras se está montando una ópera contemporánea en el Teatro Colón, La vendedora de fósforos, de (y con la presencia de) Helmut Lachenmann (basada en el cuento de Andersen), Walter (Jakob) consigue empleo como régisseur de la misma y su esposa Marie (Villar) como asistente de Margarita Fernández una pianista que conoce la obra del autor germano. Andan por ahí también unas cartas de un grupo guerrillero alemán de los ’70 y Buenos Aires tiene ese “no sé qué” tan característico con sus paros de transporte y las huelgas del cuerpo estable del Teatro. Y el matrimonio no sabe qué hacer con su hija pequeña y sus tiempos laborales complicados.
Todo eso, como un vodevil vertiginoso, desarrolla la trama segura y fluida del filme que trabaja los contrastes duales (tal como se enuncia explícitamente. Quizá eso de la explicitación se dé en demasía): la música clásica frente a la contemporánea (la música concreta), el conservadurismo elitista y burgués frente a la vanguardia abstracta de la resistencia, el orden frente al caos, la derecha y la izquierda política frente a una posición más(s) media (esta última una tríada más que un juego de opuestos). Se bascula entre un discurso que suena de izquierdas y de barricada o que escudándose en el sentido común niega su carácter de derecha, pero en general no pasa de una corrección política que tiempo atrás se llamó Humanismo.
El riesgo es siempre bienvenido y las mezclas de documental (la filmación de los ensayos) con la ficción (el matrimonio y sus circunstancias) son notablemente naturales. Hay humor, hay vértigo, hay simbolismos (entre el cuento infantil y Cleo, la pequeña hija del matrimonio), hay referencias a pares generacionales (El hombre robado de Matías Piñeiro que participó de la Competencia del Bafici y con la que comparte protagonista) y autocitas (la corrida por la ciudad de dos personajes femeninos muy a lo Castro) y hay homenajes a Bresson (Al azar, Baltasar). Pero si el maestro francés del ascetismo y el minimalismo bregaba casi por la eliminación de la música, Moguillansky se despacha con una película completamente invadida por lo musical. ¿Aggiornamiento o disputa intelectual?
La película a pesar de los materiales tratados y utilizados no peca de pedantería ni de snobismo, lo que no es poco, pero deja dudas sobre la internalización de ciertos conceptos estéticos, como quien todavía no terminó de asimilar lo leído y tomar posición al respecto.