La vendedora de fósforos de Alejo Moguillansky, ganadora del Bafici en 2017, aborda con sutileza el arte y la paternidad. Se estrena en el Hugo del Carril.
Engranaje sutil del provechoso laboratorio de El Pampero Cine –y suerte de némesis retraido del siempre megalómano Mariano Llinás–, Alejo Moguillansky ostenta la admirable capacidad de tejer un hilo de prodigio modesto en sus películas, tan tenue que a veces pasa desapercibido: a esta altura ya es habitual que el director de la marciana Castro, la autorreferencial El loro y el cisne y la cómico-aventurera El escarabajo de oro (la más llinasiana del conjunto) entregue a ritmo apacible una cinta que exhibe su marca intangible.
Premiada en la competencia argentina del Bafici el año pasado, La vendedora de fósforos es la película más evasiva de Moguillansky y probablemente la más ambiciosa. Numerosas capas de sentido se amalgaman en un acople inclasificable, una canción de una sola nota, una sinfonía vacía, comparación musical que no resulta arbitraria: La vendedora de fósforos es el nombre de la ópera que intenta poner en escena el despistado Walter (Walter Jacob) en medio de un registro de los preparativos de cámara de la verdadera obra de ese nombre que el compositor de vanguardia alemán Helmut Lachenmann presentó en el Teatro Colón en 2014 (a su vez adaptación del relato homónimo de Hans Christian Andersen).
Walter alterna opciones escenográficas estrafalarias a la vez que discute en la intimidad sobre la puesta con su mujer Marie (María Villar, destacable como es costumbre), quien a su vez se dedica a asistir a una anciana pianista (Margarita Fernández). Las dificultades de pareja que vive del arte en tiempos de precariedad –un tema propio de Moguillansky– no tarda en acentuarse con los problemas para cuidar a la hija pequeña de ambos, que pronto pasa a ser la actriz posible de la ópera así como la oyente protagonista del relato de Andersen, que su madre le lee en voz alta, o la espectadora de Al azar Baltasar, la película de Bresson con que los padres tratan de hacer que la niña se entretenga.
La huelga de los trabajadores del teatro, un hurto y comentarios políticos y artísticos de solapada provocación al pasar van encendiendo las pequeñas llamas de La vendedora de fósforos, herencia explícita de la nouvelle vague en una era sin empuje histórico y como tal ensayo de un ensayo, filme procesual y collage de citas (entre otras al cine de Matías Piñeiro, con el que el filme dialoga asumiendo el presente cómplice).
Excéntrica en su simplicidad, La vendedora de fósforos no puede evaluarse en términos de consagración en la carrera de un cineasta rebelde que hace implosionar sus trabajos desde adentro (una implosión zen), en un gesto que se desplaza hacia la periferia al mismo tiempo que la crea. Así y todo cualquier radicalidad hoy es dudosa, y por eso el filme de Moguillansky no puede sino comprimirse, ablandarse, resguardarse bajo la misma libertad que sus personajes, dandies pobres de siglo 21 que siguen reinventando a contramano el arte, la familia, la paternidad y la supervivencia. Tal vez allí radique una de las claves de mamushka mitológica que es La vendedora de fósforos, la de una película como una luz cálidamente frágil en la salvaje intemperie que aún confía en el porvenir de los niños, los cuentos de hadas y la magia frugal del mundo cotidiano.