Como las películas anteriores de Alejo Moguillansky, especialmente El escarabajo de oro y El loro y el cisne, La vendedora de fósforos es una obra sobre la realización de otra obra, y en ese desdoblamiento pone en escena su preocupación fundamental (y digo preocupación porque, además de cuestiones más filosóficas, se trata de la plata o más bien de la falta de ella, del empobrecimiento de los artistas), que podría describirse como la extraña convivencia entre el arte y la vida cotidiana, entre lo material y el mundo de las ideas o el espíritu. La ocasión es el inminente estreno, real, de la ópera La vendedora de fósforos del compositor Helmut Lachenmann en el Teatro Colón, en el 2014. Los ensayos de la orquesta dan el marco documental para introducir a los personajes ficcionales, en primer lugar Walter (Walter Jacob), que tiene a su cargo la régie de la ópera, y su pareja, Marie (María Villar), que cumple con un trabajo difícil de definir acompañando, quizá como asistente, a una vieja pianista interpretada por Margarita Fernández.
A partir de ellos, Moguillansky trabaja con una cuestión de escala porque la película se mueve entre la simpleza y los requerimientos básicos de una vida cotidiana –en la que Walter y Marie deben gestionar los tiempos, el uso de la plata, y sobre todo repartirse el cuidado de Cleo, la hija que tienen en común– con el armado de un gran espectáculo de alta cultura como es una ópera contemporánea que, si bien se basa en el humilde cuento de Hans Christian Andersen sobre una niña pobre que vende fósforos en la calle, se presenta en esa especie de templo que es el Colón, y dialoga con una tradición experimental europea en la que brillan nombres como el de Luigi Nono, Stockhausen y Anton Webern. Walter y Marie siempre están apurados, siempre expuestos a las inclemencias del tiempo o al contratiempo de un paro de transportes que los deja varados. Y son sus recorridos –casi siempre acompañados de Cleo– entre su propia casa, el teatro y la casa de Margarita, la pianista para la que trabaja Marie, los que trazan líneas entre esos órdenes, el del gran arte y los cuentos infantiles, entre la experimentación y ese arte olvidado, anacrónico, de la fábula (que también aparece en una película de Bresson, Al azar, Baltasar, que Cleo mira mientras su mamá trabaja y después traduce en forma de sueño).
Lo que es común a esos mundos es que el arte siempre se alza sobre la precariedad, desde los conflictos sindicales en la orquesta hasta los trabajos mal pagos que Walter y Marie se prestan a hacer aunque después no puedan pagarse un café con leche. Y eso parece inevitable porque no se trata solo de los movimientos intangibles del espíritu sino del esfuerzo humano, de gestionar, correr, ordenar, robar tiempo, coodinar, hacer juntos. En ese contexto, las manos nudosas de Margarita Fernández corriendo sobre el teclado con pericia o la mudanza de un piano que debe subirse a un camión atravesando una zanja son visiones conmovedoras, y no hay epifanía ni momento de belleza en La vendedora de fósforos que no relumbre en medio de la dificultad o la trivialidad cotidianas más estrictas. Ahí es donde cobra todo su sentido el hecho de que Moguillansky trabaje siempre con las bambalinas, con la preparación de obras y el arte como algo que, más que existir, se hace. Acá, por la conjunción de la presencia de Cleo con el cuento de Andersen sobre una niña que se alumbra con visiones efímeras, y ese proyecto de ópera en el que participan sus padres, Moguillansky logra que la oposición entre arte elevado, experimentación y algo tan primitivo como los cuentos de hadas o la fábula se diluya en una síntesis perfecta, su propia película. Que, si puede mantener encendido el misterio de ciertos modos de narrar (la sucesión de niñas que dicen frases del cuento iluminadas por un fósforo es de una belleza máxima, como un fuego encendido en una caverna) es precisamente por su forma, que es capaz de fragmentarlos y liberarlos del sentido.