Yo contra todos
La verdad oculta (The whistleblower, 2011) tiene varios de los defectos en los que las películas basadas en casos reales y de connotaciones políticas suelen caer. Pese a ello, la actuación de Rachel Weisz consigue elevar la medianía de la trama.
El eterno debate entre la forma y el contenido: ¿hasta qué punto una búsqueda “noble” desde lo temático puede atenuar la construcción del objeto artístico? El cine, se sabe, es un arte. Y, como tal, adquiere su singularidad a partir de lo formal. Un hecho que no se discutirá aquí (por pertinencia y por falta de extensión), pero que sirve para pensar películas como La verdad oculta.
Kathryn Bolkovac (Weisz) es una policía norteamericana que se une a las fuerzas de paz de la ONU para trabajar en Bosnia. Su primer incentivo es conseguir el dinero (le pagan más de lo que cobra en Nebraska) para mudarse cerca de su hija, que vive con su padre y su novia. Alejada inicialmente de todo propósito altruista, poco a poco irá descubriendo que las miserias no sólo responden a un escenario post-bélico, sino a la trata de mujeres. Actividad en la que los mismos americanos tienen mucho que ver.
A partir de allí, la película muestra la toma de conciencia de Kathryn respecto de lo que sucede a su alrededor y su desgarradora búsqueda por interrumpir el mercado de mujeres. De la sorpresa inicial a la acción no habrá ningún tipo de obstáculo. En ese sentido, La verdad oculta se encarga de agotar las posibilidades de ayuda para el personaje principal, traduciendo esta situación hacia un clima cada vez más claustrofóbico. Sobre todo cuando el andamiaje de la investigación (primero oficial, luego clandestina) comience a estar centralizada en el caso de una joven secuestrada y explotada.
La realizadora elige con rigor narrativo en qué situaciones enfatizar el tránsito de Kathryn mediante planos secuencia, y cuándo es necesario detenerse en su rostro. De esta manera, el relato opera espacialmente en consonancia con los vaivenes burocráticos a los que se ve sometida, generando una opresiva circularidad imposible de romper. Son vaivenes que desnudan la indiferencia americana y de la mismísima ONU. Pero el esbozo maniqueo que el film hace de su cara más visible (una desangelada Monica Bellucci) le resta credibilidad y consistencia a la trama.
El principal problema está en el formato del film, tan visto y a esta altura un tanto rancio. Más allá a la apelación al “basado en una historia real”, ciertos modelos argumentales exigen algo más que una construcción verista (ya no “verosímil”). Modelos que el cine mainstream conoce bien: americana blanca que, en la búsqueda de la verdad, rompe con las barreras institucionales y no sólo logra que el mundo sea mejor, sino que además se transforma a sí misma. Lo irritante es la voluntad de la película de “disfrazarse” de independiente, como si necesitara expiarse de lo ya repetido. El principal atractivo termina siendo el trabajo de Weisz, una actriz capaz de modificar su máscara para expresar el espanto y la misericordia con economía gestual y pura emoción. El resto, es corrección política y técnica.