Nada es lo que parece en La verdad, una muy inspirada aproximación al modo en que los seres humanos tendemos a construir nuestra realidad a partir de ilusiones, anhelos, mentiras piadosas, memoria selectiva y un conjunto de ficciones penetrantes, siendo el cine una de las más poderosas y embriagantes. Representaciones que, durante el curso de una vida, terminan dando forma a eso que llamamos nuestra personalidad, nuestra verdad.
Construida como un festival de desdoblamientos, La verdad sitúa una de sus tramas en un rodaje cinematográfico, una película-dentro-de-la-película (un drama materno-filial de ciencia ficción) que funciona como un reflejo deformado de la tensa relación que mantiene los personajes de Catherine Deneuve (que interpreta una versión semificcional de sí misma) y su hija en la ficción, una guionista interpretada por Juliette Binoche. Las evidentes resonancias entre los diferentes niveles de ficción remiten a Opening Night, de John Cassavetes, y -a diferencia de lo que ocurría en la densa y teórica El otro lado del éxito, de Olivier Assayas, aquí las ideas y emociones fluyen con gran ligereza. Haciendo gala de su talento para crear una cierta ilusión de liviandad narrativa, Kore-eda construye en La verdad un resonante teatro de la vida en el que comedia y drama conviven de manera armónica.
Por otra parte, la nueva película del director de Somos una familia puede verse como un elogio a la figura del actor. La verdad no puede evitar bromear con la imagen pública e icónica de Deneuve: su característica frialdad y altivez resplandecen humorísticamente cuando la diva atiende, desdeñosa, a un comentario sobre las iniciales repetidas de las “grandes actrices” francesas (Anouk Aimée, Brigitte Bardot, Simone Signoret… pero no Catherine Deneuve). Sin embargo, los chistes privados quedan a un lado cuando el personaje defiende airadamente que, como actriz, “no tengo que decir la verdad. Eso no es interesante”. Una sentencia que halla un bello reflejo en uno de los hilos más encantadores de la película, donde Deneuve convence a su nieta de que, al igual que una bruja, “la abuela” es capaz de convertir a las personas en animales.
En su salto desde el retrato de la vida marginal japonesa hasta la realidad burguesa parisina, Kore-eda Hirokazu consigue mantener casi intacta la fuerza expresiva de su cine naturalista. En La verdad, la cámara está al servicio de los actores y pocas veces se permite un ademán virtuoso, aunque cuando lo hace la película resplandece: un largo plano de la nuca Binoche refleja una personalidad anulada por una madre insensible, mientras que la imagen de Deneuve reflejada sobre una ventana y aureolada por unas difusas luces exteriores se presenta como la perfecta representación de un estado de confusión existencial.