En algún momento de La Verdad, la película del japonés Hirokazu Koreeda (ganador de la Palma de Oro en Cannes por la estupenda Asunto de Familia/Shoplifters), alguien evoca, con melancolía, el olor de su madre. Es un comentario, dicho casi al pasar, pero que cala hondo en el espectador. Porque La Verdad es —entre otras cosas— una película sobre madres e hijas o sobre una madre y una hija. Y sin embargo, la frase no refiere a ellas, que son dos mujeres incapaces de decirse que se quieren, aunque se quieran.
En su primera película europea, Koreeda se dio el gusto de trabajar con las dos más grandes divas del cine francés: Catherine Deneuve y Juliette Binoche. Con un guion escrito en base a un relato breve ajeno, material sensible y retrato de personajes plagados de sutilezas y complejidades, que solo dos grandes actrices pueden dotar de una vida tan intensa —tan de verdad— como la que trasciende la pantalla.
Binoche es Lumir, una guionista que vive en Nueva York con su marido (Ethan Hawke, casi parodiando su persona de americano en París post Linklater) y su pequeña hija. La pequeña familia que llega para acompañar a Fabienne (Deneuve), que es una famosa actriz, en el lanzamiento de sus memorias.
En buena medida, La verdad es un festival de Deneuve. Con la diva interpretándose a sí misma, ¿homenajéandose?, parapetada en el rol de esa otra estrella del cine, acostumbrada a que el mundo se rinda a sus pies, pero ya veterana. Acaso más libre y más impune en en la juventud, aunque no hay antídoto contra la vulnerabilidad que implica enfrentar los signos del ocaso. Así, mientras lanza su arbitrario libro de memorias, plagado de injustas y maliciosas omisiones hacia los que la acompañan de cerca, Fabienne choca con el desafío de interpretar un rol secundario en una película llamada La Verdad que, como en un juego de cajas chinas, tiene a otra estrella, más joven, más “del método”, como protagonista.
Koreeda y su elenco construyen un film amable y delicado que hace gala del naturalismo excepto en algunas tomas, notables en su misterio, como la que muestra a Fabienne de espaldas, con su rodete como un espiral cerrado sobre sí mismo. Ese estilo, casi transparente, potencia todo el influjo de esa mujer, poderosa en su pequeño reino. Que parece haber negado el paso del tiempo y hasta jactarse de haber sido una mala madre, consecuente con su destino de gloria individual. Pero su hija y su nieta, como la joven actriz de moda, están ahí para recordarle su otro lugar en el mundo. Para acompañarla hacia un desenlace que, sin salirse del minimalismo general, emociona.