Desde los tiempos de la fundación de Hollywood, a mediados de los años ’10 del pasado siglo, como esquema solvente y con una clara orientación hacia el espectáculo, que reditúe en buenos negocios a la hora de colocar un producto en cartelera, la industria instauró el denominado ‘Star System’, un diagrama de contratación de actores y actrices a largo plazo, al que echaban mano las grandes majors (estudios de filmación) del momento. Bajo tales fines, se identificaba, con pretexto puramente comercial, a determinado intérprete con una película en particular, lo cual garantizaba el éxito de la misma y tipificaba cierto tipo de audiencia cautiva, para la que tal actor o actriz cobrara el valor de auténtica deidad. Definiendo la imagen del film de modo indisociable, había nacido el término estrella de cine.
Las celebridades adoraban ver sus nombres escritos en la marquesina o sus relucientes siluetas ilustrar el póster publicitario de determinado film. Así es como, mal que le pese a la crítica especializada y a su corriente de Teoría de Autor -aquella que buscaba devolver, con honestidad, al director todo rol preponderante sobre los designios de cada obra-, a menudo la figura del realizador se veía empequeñecida al lado de las radiantes estrellas que protagonizaban los mismos. Esas estrellas que cimentaron el viejo latiguillo que, de boca en boca y generación tras generación, se esparció a través de millares de cinéfilos: ‘vamos a ver la última película de…’ Coloquemos, a continuación, el apellido de aquel galán o aquella diva que nos cautivara.
Estrellas del celuloide, actores haciendo de sí mismos o cine dentro de cine para que podamos viajar con aquellos intérpretes, lo más profundo posible, a través de mundos extraordinarios. En palabras del especialista Edgar Morin, filósofo y sociólogo francés, <<las estrellas cimentaron el legado imaginario y colectivo de un territorio ficticio que nació con el fin de establecer una normativa funcional a las relaciones que contrajeron cada intérprete con las empresas bajo las cuales éstos trazaron ligazón comercial>>. Cabe aclarar, que el fenómeno no fue exclusivo a Hollywood y que, a la llegada del cine sonoro, incipientes industrias cinematográficas europeas (Francia, España, Italia) adoptaron los cánones genéricos del modelo.
Así llegamos a “La Verdad”, el debut fuera de Oriente del director Hirokazu Koreeda, laureado, a nivel mundial, por su anterior obra “Shoplifters” (2018). La presente película nos cuenta la historia de Fabienne, una de las grandes estrellas del cine francés en franca decadencia, aunque su ego le permita mantenerse intacta en la admiración que despierta en su entorno. Sin embargo, a la publicación de las memorias de la actriz y a punto de interpretar un nuevo papel, su mundo interior se sacudirá dejando en evidencia la conflictiva relación que mantiene con su hija, así como las numerosas cuentas pendientes de dicho vínculo.
“La Verdad” posee una poderosa matriz metatextual. Es cine que dialoga con su esencia, interpelando al espectador desde el título mismo. ¿Cuánto hay de verdad y autenticidad en el comportamiento de esta actriz, para quien la cámara parecería no apagarse nunca? ¿Qué hay de verdad en las líneas de un argumento que se pronuncian en boca de aquella actriz? ¿Qué hay de verdad en la ligazón emocional que despierta ese rol que se interpreta? ¡Qué hay de verdad en la vida real que refleja la ficción? O viceversa. Que hay de falible, de falaz, de embuste, de falacia y engaño. Allí, detrás del maquillaje, la identidad y la máscara.
Y allí está la verdad que suponemos como tal y el instante en el que mundo interior de Fabianne que acaba por derrumbarse en pleno set: está rodando una ficción que recrea una relación conflictiva con su madre, que por esas razones extrañas de la ciencia ficción luce físicamente como una hija, más que como su progenitora. Y allí está Fabianne, en permanente pose, pero enamorada de su oficio y vocación, dice, sabiamente, que el cine no debería olvidar la poesía. Koreeda, condescendiente con su estrella, no deja detalle librado al azar e inunda al film de una serie de metáforas interesantes de discernir, que vinculan el comportamiento de sus falibles seres de carne y hueso a la conducta animal. Tramando una suerte de fábula, cuyos simbolismos se vertebrarán a través de múltiples interpretaciones, el desarrollo de la trama recurre, de modo llamativo, a diversos ejemplares de la variopinta fauna que puebla la cotidianeidad (real o imaginaria) de sus criaturas.
Y allí está Deneuve, haciendo equilibrio con su propio narcicismo y jamás escatimando una gota de autoestima. Quien, con todo su esnobismo a cuestas, repite de memoria, en voz alta, los nombres de las grandes actrices de todos los tiempos que llevan la inicial repetida como un talismán de éxito. Pero, curiosamente, no nombra a Briggite Bardot. Y supera la enésima afrenta familiar para afirmar que continúa orgullosa de ser antes actriz que madre. Y allí está Binoche, radiante, sutil e intensa como siempre, haciéndole saber a la actriz que antes debería preocuparse, en realidad, por aprender el papel que indica la forma correcta de afrontar el deber de ser madre.
Desde recreaciones de la ficción como “El Crepúsculo de los Dioses” (1950), “Fedora” (1978), “Conociendo a Julia” (2004) o “Las Estrellas de Cine Nunca Mueren” (2018), la historia del séptimo arte se ha poblado acerca de mitos intocables, leyendas vivientes, fenómenos fugaces o tragedias inexplicables que conforman ese enorme mosaico de estrellas, constituyentes en un pilar sobre el cual la gran pantalla testimonió parte de su profuso andar, tendiendo un puente imaginario que abraza tres siglos. Recreando grandezas y miserias de quienes, por derecho propio, marcaron el rumbo, iluminaron el camino y nos hipnotizaron con su magia, cada vez que la cámara se posó sobre sus siluetas. Divas o femme fatales, protagonistas o intérpretes de reparto, el mundo siempre gira alrededor de ellas, al menos durante un par de horas de proyección. Y aquí están Binoche y Deneuve, esperando nuestro aplauso de pie.
Entendiendo la actuación como el oficio que nace desde la interiorización del ser, llega hacia lo más profundo de sí y se transforma en un personaje íntegro que deslumbra nuestro asombro, como un principio irrenunciable, nos dejamos llevar hacia mundos de ficción insondables, mimetizándonos con actores y actrices que nos maravillan a través de interminables viajes, de sumo placer y regocijo cinéfilo. Ser parte del acto interpretativo es visitar mundos de imaginación. Abandonar toda lógica posible y sumergirse en paradigmas de ficción, colocándonos bajo la piel de personajes que nos permiten vivenciar situaciones que en nuestra vida cotidiana no atravesaríamos jamás. Una gran actuación nos convida de aquella magia intransferible, al sentirnos subyugados por historias que desafían los límites de nuestra fantasía.
Desliguémonos por un momento de la trama narrativa y su eje de disfuncionalidad familiar que nos ofrece “La Verdad”. Intentemos comprender la actuación en su génesis y la valía de un intérprete: allí, en el reparto del film, está el notable Ethan Hawke retratando a un actor mediocre, subestimado, postergado y frustrado. Resignificando ese ‘actuar para vivir’ que despliega sobre nosotros la gloriosa faena camaleónica, a la hora de colocar cuerpo y alma al servicio de su arte, en la suma de experiencias que brinda el hecho de encarnar roles tan alejados de sí mismos como sea posible. Esto requiere la esencial capacidad de observación que otorga aquel bagaje tan valioso, fundamento técnico insoslayable a la hora de contar con recursos para extraer la mayor cantidad de matices y tensiones de determinado personaje.
Si el abrazo inicial que, durante los primeros minutos de metraje, se dieron Binoche y Deneuve derritió nuestra memoria cinéfila y vale oro, el hecho destaca en tanto aquel instante reunía por primera vez en pantallas a dos de las más grandes actrices de todos los tiempos. Y si las realidades espejadas de ambas van tejiendo una sugestiva y atractiva subtrama, que dialoga con la historia del cine mismo, no podríamos obviar la mención a una serie de guiños insoslayables. Binoche y Deneuve atravesadas por la esencia de la Nouvelle Vague. La primera, descubierta por Godard en “Yo te Saludo, María” (1985). La segunda, estableciendo una relación sentimental con Truffaut, la cual se prolongaría al plano profesional, a través de la inolvidable “El Último Metro” (1980).
Los mundos de metaficción no son ajenos a ambas. Binoche había interpretado, hace algunos años, a una actriz en pleno punto de inflexión creativo en “Cloud of Sils Maria” (2014, de Olivier Assayas). Mientras que de Deneuve, recordamos su rol plagado de autorreferencias en “Mis Estrellas y Yo” (2008, Laetitita Colombini). La curiosidad de inspeccionar sendas trayectorias nos lleva a comprobar que, las aquí protagonistas, realizaron una eximia transición desde el cine francés al cine internacional, llegando Deneuve a rodar con directores de la talla de Roman Polanski (“Repulsión”, 1965) y Luis Buñuel (“Belle de Jour”, 1967) o Binoche bajo la lente de Anthony Minghella (“El Paciente Inglés”, 1996) y Lasse Hallström (“Chocolate”, 2000).
Vidas íntegramente dedicadas al acto de interpretar. Como un pintor con en su lienzo o un escritor con su pluma, un actor ejecuta su arte corporal y la manifestación adquiere mayor dimensión: un rito simbólico que se reitera desde la Grecia Antigua hasta el Teatro Isabelino. De allí a la pantalla de cine y TV. Del Método Stanislavski a los Sistemas de Jerzy Grotowski o Antonin Artaud. Actuar como una forma de vida y convencernos de la ilusión. Ofrenda al espectador que descubre aquello apasionante de vivir una vida disímil a la propia, en el ejercicio constante y superador del propio instrumento creativo. La habilidad y el control que determinado actor o actriz posea sobre dichas herramientas, favorecerán la naturalidad y espontaneidad a la hora de transmitir a su papel, una variada gama de colores en cantidad de emociones.
Como la adorable cinéfila Cecilia, interpretada por Mia Farrow en el film “La Rosa Púrpura del Cairo” (1985), de Woody Allen. Aquellas luminarias que nos esperan, esplendorosas, al otro lado de la pantalla, o de ser necesario atravesándola…siempre dispuestas a entregarnos esa línea de diálogo inolvidable o ese sutil gesto que guardaremos en nuestro corazón, por siempre. Estrellas incandescentes y brillantes en un cine a oscuras, tan eternas e inasequibles como en el infinito firmamento.