La vi en el Festival de Cannes, en la premiere mundial. Era el octavo día de festival y ya el cansancio se hacía sentir. Pensar en entrar a ver una película de 3 horas, sin saber nada sobre ella, no me resultaba precisamente seductor o alentador. Pero alguien dijo por ahí que era buena, entonces me aventuré.
Y salí con el bocho explotado.
A los pocos días, en la entrega de premios, era galardonada con la máxima distinción, la Palma de Oro. Y ahí fue cuando, en la conferencia de prensa del jurado, presidida por Steven Spielberg, escuché los elogios del director de Jurassic Park y de Christoph Waltz, que la describían como “esa gran historia de amor, que trasciende cualquier cuestión de género porque es eso, una gran historia de amor”; al rato, en la conferencia de prensa de los ganadores, las conocí a ellas y terminé de amarlas del todo.
A Adèle (la protagonista, la del título, la que se llama también Adèle en la vida real, oh casualidad) y a Léa Seydoux. Y recuerdo a la gente que las ovacionaba y a ellas que se miraban, todavía embelesadas por esa magia aún visible, como un residuo fílmico que no se despega, y lo miraban a él, a Abdellatif Kechiche, su director. Y recuerdo que las miré y me enamoré de ellas como lo había hecho durante la película, y realidad y ficción se entrecruzaron en mi mente y nunca volvieron a separarse, por lo menos en lo que a ellas y a esta película respecta.
Y las miré, en particular a Adèle (bueno, a Léa Seydoux también, a quien considero la mujer más hermosa del planeta, pero, en particular, la miré a Adèle) y me di cuenta de que uno no puede apartar los ojos de ella, como tampoco pudo Kechiche, como tampoco pudo esa cámara que la acompaña 175 de los 180 minutos de metraje.
¿Por qué? Porque tiene algo en su mirada, en su boca, en la forma de mover la cabeza, de sacudir el pelo. Tiene esa ingenuidad y esa frescura que uno suele ver en los niños, aún no contaminada ni mediada por las poses y las rigideces que uno adopta con los años. Adèle es como un diamante puro, en bruto. Tiene esa sonrisa que, cuando es vehículo de la sensación de felicidad plena, puede ser uno de los paisajes más hermosos de la Tierra. Y ahí estaba ella, plena, radiante, entre emocionada, embelesada, con cierto dejo de incredulidad, sin poder entender, de a ratos, lo que estaba sucediendo. Y ahí estaba Léa para mirarla con la dulzura de sus ojos celestes, con esa candidez irresistible, con una expresión radiante de paz, dejando que todos los focos se posaran, en un acto de extrema humildad, en nuestra amada Adèle.
Mientras miraba la película tenía la sensación de que Kechiche había conocido a esta chica, fuera del ámbito del cine, la había simplemente observado y había decidido hacer una película con y de ella. Casi sin actuación, casi sin artificio; solo ella ahí, siendo ella.
Varios meses después, me enteré de que, en efecto, así era cómo había ocurrido. Kechiche la había buscado a ella en particular, había nombrado la película por su nombre y le había dado libertad para que, justamente, se interpretara a sí misma, dentro de una historia determinada.
Porque no hay otra. Así surgió esta película, hecha casi toda con primeros y primerísimos primeros planos, que la captan a ella, en su vida cotidiana, en los pequeños y en los enormes acontecimientos de su vida, todo con una cercanía abrumadora que casi asfixia, que nos coloca a una distancia casi imperceptible de ella, para que la observemos con lupa en toda la belleza de su ser, que nunca se agota, en cada acción de su cotidianeidad. La vemos levantarse, con el pelo hecho una maraña, la vemos dormirse, la vemos comer, la vemos morderse el labio inferior con las paletas, la vemos ajustarse la colita mal hecha del pelo, la vemos fumar, la vemos leer, la vemos reírse a carcajadas, la vemos intimidarse cuando sus amigas le dicen que un chico de la escuela gusta de ella, la vemos masturbarse en su cama, la vemos darse vuelta en la calle y vislumbrar, en el único momento con una música que luego se repetiría, al que sería el gran amor de su vida, la vemos bailar, la vemos llorar al no entender qué le está pasando, que está sintiendo, la vemos sentirse insegura y, finalmente, la vemos plena, como nadie jamás lo ha estado, como solo ella puede estarlo.
Plena por el despertar sexual, la aceptación de la orientación sexual y la consumación de ese gran amor. Un gran amor del que es imposible dar cuenta con unos cuantos renglones de una crítica. De esos amores de los que solo los grandes poetas tienen autoridad para hablar, porque al resto de los mortales nos faltan recursos, literarios y emocionales, para poder otorgarles entidad bucólica. De esos amores con los que uno sueña, pero rara vez experimenta, de esas certezas que solo aparecen una vez en la vida, de esas sensaciones que extasían al espíritu humano, incluso al más reticente, de esas fantasías de quienes soñamos despiertos.
Y ellas viven esa historia de amor, que se consuma en los actos sexuales más hermosamente explícitos jamás mostrados por el cine. Los dos cuerpos desnudos, amándose con salvajismo, dándose placer, recibiendo placer, porque aparece la urgencia de demostrar con el sexo eso que se siente, porque se hace presente la urgencia de la carne, la necesidad del sexo, el desenfreno, los besos que no son besos sino chupadas, lamidas, porque se alcanza un éxtasis tal que ya no basta con solo besar y coger con el otro, hay que hacerlo nuestro al otro, hay que sentir cada milímetro del otro en nuestro cuerpo, hay que frotarse en cada recoveco. Y así ama Adèle. Con esa furia desenfrenada. Así ama y así duela.
Porque ese amor, en apariencia sólido, construido sobre la base del respeto, la empatía, la sinergia, la pasión y la comprensión, no resiste el paso del tiempo, la cotidianeidad compartida con la pareja, y no encuentra otro camino más que enfrentar el inexorable fin.
Un fin devastador. Porque así como la vimos gozar y enamorarse, ahora Adèle sufre, ahora Adèle llora por las noches, hasta casi ahogarse, porque no se puede concentrar en el trabajo, porque tiene que reprimir las lágrimas mientras está con otra gente, porque no encuentra consuelo, porque sabe que acaba de perder una función vital de su cuerpo. Y ella llora, con mocos, con lágrimas anchas y espesas, con ese pelo que cambió de peinado pero que sigue teniendo la misma desprolijidad de siempre, con esa boca que se va tragando las lágrimas, y le implora a su gran amor que vuelva, pero el quiebre ya es demasiado profundo como para intentar enmendarlo con un pegamento que no sobreviviría a otro golpe.
Y Adèle la deja ir, en la secuencia final, con el vestido azul y los tacos, con la copa de champagne en la mano, de la que toma apresurada, en la segunda escena que vuelve a tener música, esa misma música que irrumpió, casi sin que nos diéramos cuenta, cuando se conocieron por primera vez. Y se va caminando sola por la vereda, acompañada ahora por una cámara que ya no la toma en primer plano; por primera vez la vemos salir a la calle en un plano general que la muestra de espaldas. Y así vemos cómo Adèle se aleja de su anterior vida y de ese, su gran y único amor.