El cine como creador de íconos
Antes de exhibirse en el Festival de Cannes del año pasado ya había morbosa expectativa en torno al quinto largometraje de Abdellatif Kechiche (1960, Túnez) por sus escenas eróticas. Una vez que ganó la Palma de Oro pasó a convertirse en oscuro objeto de deseo para cinéfilos de todo el mundo, sumándose nuevos premios y polémicas. La realidad es que, cuando van juntos, prestigio y controversia conforman un escudo protector que, de algún modo, lleva a esperar una película adulta y desafiante, dificultando el análisis sereno. La vida de Adèle no es el único ejemplo: en los últimos años bajaron de Cannes con esos aires algunas películas de Carlos Reygadas, Michael Haneke, Cristian Mungiu y Lars Von Trier.
Entonces: ¿cómo examinar de forma desapasionada un film que no sólo viene precedido de eufóricos comentarios sino que, además, es de esos que toman al espectador y no lo sueltan? En términos estrictamente cinematográficos, que una película cause revuelo no la hace mejor ni peor. Asimismo, que circule por el mundo escoltada por elogios exaltados no debería ser un obstáculo para poder verla sin condicionamientos. Intentando analizarla con la mayor ecuanimidad posible a un año de su bautismo de fuego (expresión a la que pueden dársele varios sentidos) en Cannes, podemos arribar a algunas conclusiones.
La vida de Adèle expresa de manera verdaderamente intensa y movilizadora la experiencia del amor. Kechiche y sus actrices saben cómo hacer para que el espectador sienta como propia la desesperación –en principio gozosa, más tarde angustiante– que lleva a la protagonista hacia su amada, enfrentando miedos, prejuicios, acosos discriminatorios e inseguridades. La cámara siempre en movimiento, siguiendo de cerca a los personajes (salvo en aislados planos generales), imprime ansiedad a las idas y venidas de Adèle, que se muestra algo ida, de una pasividad que ocasionalmente se rompe ante la devoción que le despierta Emma, de cabello azul y actitud desafiante, más observadora y madura. “Eres voraz, a todo o nada”, le dice ésta a Adèle como estudiándola, apenas la conoce. Y aunque se sufre con esta heroína romántica, un halo colorido derivado de festejos y comidas compartidas le da calidez a la película, expresando así la alegría, la juventud y el placer que, pese a todo, las chicas viven con plenitud. Hay algo espontáneo y vivo en La vida de Adèle que incentiva esa sensación de verdad que la torna creíble, cercana.
No se trata de un film original ni renovador. Su historia es convencional: dos personas se enamoran, inician una relación clandestina por un motivo equis, discuten, se separan, más tarde vuelven a encontrarse. Lo mismo puede decirse de su planteo narrativo y formal: toda La vida de Adèle responde a un furioso naturalismo con algunas elipsis temporales (como el abrupto salto que permite reencontrar a Adèle como maestra de escuela) y nutridas conversaciones. La oposición padres progres-cultos-comprensivos (los de Emma) vs. padres conservadores-de clase media (los de Adèle) es bastante previsible. Que el único amigo cómplice de Adèle sea –tenga que ser– también gay, y que no salga a defenderla cuando es agredida, suena manipulador. Que se recurra a citas de obras literarias, a pinturas de desnudos, a reflexiones en voz alta sobre el amor, la adolescencia y el sexo en las mujeres a partir de lo que se lee o se dice en clases, visitas a museos o reuniones de artistas (con superficiales cuestionamientos, como cuando Adèle dice respecto a la expresión Bellas Artes “¿Acaso hay artes feas?”), son atajos cómodos para deslizar datos, explicar comportamientos y dar a entender las ideas que pueden encender o confundir a los personajes. Se dirá que muchos de estas decisiones provienen de la novela gráfica El azul es un color cálido, de Julie Maroh, pero hay aspectos de la obra original que Kechiche desechó, como el empleo del azul para dar sutiles toques de color a los melancólicos dibujos en blanco y negro. Con excepción del registro de arrebatadas discusiones (que también contenían los discretos films anteriores de Kechiche), una breve y silenciosa visita a un museo, algunos planos apacibles de copas de árboles movidas por la brisa, de un baño en el mar o de Adèle durmiendo en el parque, las tres horas de La vida de Adèle exhiben un repentismo que no revela ideas inspiradas de puesta en escena.
Indudablemente, hay algo aquí de la devoción del cine francés por la gestación de íconos femeninos. Adéle Exarchopoulos, la joven protagonista, como una combinación de Brigitte Bardot y Jane Birkin, con su sensualidad despreocupada y belleza silvestre, su look de Lolita impasible, su mirada febril y su boca siempre semiabierta, dispuesta a acostarse con hombres y mujeres, llorando, riendo, gimiendo o gritando, poniendo el cuerpo, se alza con inusitado magnetismo, como representación del encanto femenino. En algún punto, ella –la actriz– interesa más que lo que le pasa a Adèle –el personaje–, por lo que no tiene sentido (por obvia) discutir la tendencia voyeurista del film. Léa Seydoux (Emma) es, sin dudas, mejor actriz, y a través de sus expresivas miradas y oportunos gestos pueden intuirse su temperamento y su mundo interior, pero su compañera es como un animal seductor, pura fisicidad. Esto no depende de las escenas de desnudo y de sexo, que algunos –y sobre todo algunas– criticaron (Maroh habló de una “exhibición brutal, quirúrgica, exuberante y fría del sexo entre mujeres”) y que, curiosamente, resultan menos sensuales que la escena de Adèle bailando en la calle con un compañero de trabajo, pero éstas parecen necesarias para sumar ingredientes a la mitificación del personaje, convertiéndolo en diosa entregada a caprichos y fantasías de realizador y espectadores. Con el tiempo, al recordar esta película, no vendrán a la memoria el virtuosismo o la mirada sobre el mundo de su director ni la astucia de su guión o el final de su historia, sino la hipnótica figura de Adèle.