La imagen-cuerpo
Es Roland Barthes en esa pequeña maravilla llamada Fragmentos de un discurso amoroso quien entre todas las citas incluye en algún momento a Lacan: “encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares; pero, de esos centenares, no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo”. Y más adelante: “han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo”.
Los primeros momentos de la película de Kechiche muestran el estado caótico, abúlico y desordenado de la joven protagonista Adèle. Los rituales familiares y escolares transcurren en medio de silencios y soledad, con comidas y conversaciones repetidas. Hay atisbos de búsqueda a base de prueba y error en el amor, o más bien en la fuente de goce sexual, pero nada que satisfaga el deseo, hasta que se produce la captura y el personaje queda raptado por una imagen: una chica con pelo azul se cruza accidentalmente en su camino. El deseo se activa como nunca a partir de ese milagro inesperado que parece consolidar la condición sexual de la protagonista. Ya nada será lo mismo. El color azul será el significante privilegiado: es parte del sujeto amado pero también integra la paleta de colores que el director elige utilizar para asociar la idea de tristeza a la imposibilidad de colmar el deseo. Como suele ocurrir, después de la etapa de deslumbramiento, de la exploración embriagante del otro (mostrada con escenas de sexo jugadas y creíbles, con el tiempo necesario para oírlas y observarlas en toda su belleza), viene la incertidumbre, el miedo a la pérdida y Adèle no sabe muy bien cómo sostener una relación que desborda de plenitud. Aparece como sedentaria, inmóvil, perceptiva. El director filma magistralmente ese rostro que mira en medio de fiestas y ágapes, observa el entorno de su amante compuesto por artistas charlatanes o intelectuales pedantes de los que se siente excluido. Entonces, ante la mínima ausencia o sospecha hacia Emma, cae en la convención social del engaño y es ahí donde se despersonaliza y vienen las secuelas: desaparece el teñido azul de su pareja e invade su vida. El abismo se materializa a causa de la desesperación y se hace efectivo lo inevitable: el deseo como la tragedia es aquello de lo que no podemos escapar.
La vida de Adèle es una película con cuerpos. La cámara los descubre, los recorre, apuesta a un valor sensitivo. Como gesto es sumamente interesante frente a tanta abulia reinante. Kechiche elige un camino certero, el de restituir al sujeto en la pantalla, en toda su desnudez, sin tapujos, alejado de los mecanismos de representación publicitarios que dominan un gran porcentaje del cine en la actualidad. Logra con ello que sus personajes tengan el encanto de la fotogenia, la naturalidad conferida por una delicada y efectiva iluminación que da como resultado la luminosidad de esos rostros presentes. Todo un trabajo formal que sostiene, como diría Barthes, “un discurso amoroso de una extrema soledad”.