Una obra brillantemente construída que compromete la mirada del espectador
Hace tiempo que no se ve una obra tan audaz en su propuesta como “La vida de Adèle –capítulos I y II”. Abdellatif Kechiche, el director, aseguró a quién esto escribe, que él no hace cine para moralizar a nadie sino para provocar un cambio: “Que algo cambie. Me gusta pensar en un espectador que entra de una manera a la sala y sale de otra”
¡Vaya si lo logra!
Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una bella adolescente de clase media alta, estudiante en la escuela secundaria. De hecho, así como ocurría en “Juegos de amor esquivo” (2005), estrenada en uno de los BAFICI, empezamos a conocer al personaje en plena clase de literatura donde se lee “La vida de Marianne” de Pierre de Marivaux, novelista y dramaturgo sobre el cual el realizador se inspira, y mucho.
Sutilmente vemos a Adèle descripta en planos muy cerrados, durmiendo, intercalados por momentos planos detalle del pelo, los labios, una sonrisa. Como si la cámara quisiera captar instantes en la vida de su criatura espiándola en estado natural. A veces furtivamente. Cuando la cantidad de estos planos se multiplican, da la sensación de ir más allá de una cuestión meramente estética. Esta observación minuciosa del personaje nos acerca más a su universo logrando una conexión muy íntima en la cual sus palabras y acciones ya no pueden disociarse de su cuerpo. Parece una obviedad, pero aquí está remarcado.
Adèle está detrás de Thomas (Jeremie Laheurte), un estudiante del mismo colegio que es pura pinta. Estudiar y gustar de alguien, eso es el secundario. Todo está dado para un gran amor. Una historia de esas que uno de grande todavía recuerda. Pero en “La vida de Adèle” se produce un cambio tan brusco e inesperado como natural. Cruzando una calle cualquiera, cruza la mirada con otra chica de pelo corto y azul, algo mayor, que va abrazada de su novia. En ese instante de confusión, de aturdimiento, se instalan cientos de interrogantes en la mente de todos. Atracción, tensión sexual, deseo, incertidumbre… todo sucede en esa escena. El cambio es profundo.
Más tarde se volverán a encontrar en un bar gay. Ella es Emma (Léa Seydoux), de clase social más baja, otra educación, y con su identidad claramente definida. La ley de la atracción se produce sin prisa pero sin pausa, ayudada por los estupendos trabajos de las actrices que entendieron el código de ir de menor a mayor, tanto en la entrega gestual como sexual. Como lo han hecho pocos directores Abdellatif Kechiche extiende largamente las escenas de cama, que si bien son gráficas, no podrían ser clasificadas como eróticas o pornográficas porque para ello es menester la intención de serlo. Por el contrario, varias veces, mientras tienen relaciones, el cuadro se ocupa de mezclar los cuerpos para hacer uno. Unificar el amor y el sexo representado en estas dos mujeres que se van dejando llevar, una por la otra, a pesar de la disparidad de gustos y costumbres.
De ahí en más “La vida de Adèle –capítulos I y II” irá recorriendo un camino a través del cual se profundiza la búsqueda de la identidad en pos de encontrar, a las dos chicas en particular, y al ser humano en general, viviendo como un sólo ser, libre de transitar su vida a partir de sus elecciones y en base a su circunstancia.
Basada libremente en la novela gráfica “El azul es un color cálido”, de Julie Maroh (por eso esto es lo de los capítulos 1 y 2), la historia recorre unos diez años en la vida de la protagonista y está dividida claramente en dos partes. Una, hasta que se conoce con Emma, la otra, a partir de mudarse a vivir juntas. No hay transiciones importantes en esto porque la médula espinal, una vez que conocemos a ambas, es el paso de la adolescencia a la adultez y el peso específico que cobra cada decisión tomada las cuales, por cierto, traen su consecuencia.
En la dirección de fotografía, la de actores y la estética conceptual para abordar una historia profunda y humana es donde reside la mayor cantidad de virtudes de la ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. Una obra brillantemente construida que compromete al espectador, no sólo con la historia sino con sus propios miedos, tabúes y barreras prejuiciosas. Pocas producciones logran separar claramente estos conceptos con tanta decisión.