De desencantos y otras yerbas
Primero quiero aclarar que vi La vida de Adéle de Abdellatif Kechiche sin saber nada acerca de su argumento, excepto que duraba casi tres horas (demasiado para mi gusto) y que fue la ganadora de la Palma de Oro en Cannes en el 2013, dato nada menor que, indefectiblemente, genera un alto grado de expectativa. Por otro lado (y como verán me sigo atajando) hay veces en las que cuesta descifrar por qué una película nos gusta y por qué no, porque más allá de las cuestiones del lenguaje cinematográfico hay un plus imperceptible que se escapa a cualquier racionalidad y es lo que define si se generó una fuerte relación o no con lo que estamos viendo.
Dicho esto, La vida de Adéle es una historia que narra la relación romántica entre Adéle y Emma a lo largo del tiempo, una clásica historia de amor y ruptura. Pero hay algo fundamental en esta historia de mujeres y es que la película tiene una fuerte mirada masculina. La vida de Adéle es una película hecha para hombres. La cámara es ese ojo varonil, esa retina con la que el género masculino mira el mundo femenino y es en este punto en donde la película falla, o por lo menos se aleja de lo que uno cree o espera ver.
Si tuviera que hacer una analogía diría que la película es como el pelo de Adéle, atado para que parezca desprolijo pero siempre con un mechón de pelo que milimétricamente cae sobre la perfecta nariz de la protagonista. Que parece que está revuelto pero en realidad hay un exhaustivo trabajo detrás para que esto suceda y de desprolijo no tiene nada, una intencionalidad en hacernos creer que la espontaneidad cobra lugar, cuando es todo lo contrario. Lo mismo pasa con la película, creemos que explora el amor entre dos mujeres, pero en realidad este sentimiento es un acting dirigido a los varones, una mera excusa para que ellos se deleiten viendo a estas dos hembras en acción. Deténganse en el insistente juego de Adéle con su pelo, en cómo deja entreabierta su boca, en sus poses para dormir, la forma en que come, en la forma en que baila, etc. Toda la película está dirigida a los hombres. Y ni hablar de las largas y explícitas escenas de sexo entre ambas, en donde la cámara se cautiva con esas dos rubias desnudas, bien formadas y de facciones perfectas (nunca una gordita para hablarnos del deseo femenino, obvio). Y no es que esto tenga algo de malo en sí, para nada, lo que enoja es que la película pretende ser algo que no es, y cuando uno empieza a rascar un poco la superficie por debajo no hay nada más que un conjunto de escenas dirigidas a complacer a los machos, a dejarlos embriagados en sus butacas y en donde la indagación en ese universo profundo de amor entre dos chicas brilla por su ausencia.
Hay reiteradas referencias al cabello, como si toda la psicología femenina se redujera a tener el pelo azul para parecer una artista, corto para simbolizar una postura masculina, desarreglado y enredado para parecer lesbiana, o con dos hebillas para parecer más adulta, pero ojo, siempre siendo sexy y atractiva, no hay que olvidarse nunca de gustarles a ellos. Y sí, claro, gustan, pero del deseo femenino ni hablemos. Lejos está de explorar las percepciones que conviven en la cabeza de las mujeres, más allá de cualquier elección sexual, que dicho sea de paso, de “elección” no tiene nada porque la sexualidad no es algo que uno opta como si fuera un par de zapatos, sino algo que simplemente se siente. Y para completar el panorama, la intromisión de los hombres viene a desequilibrar la armoniosa relación entre ellas.
Adéle está lejos de haber generado un vínculo conmigo y no porque se enamore de una mujer, sino porque quien digita los hilos de esta historia no pudo terminar de despegarse de su masculinidad.
La vida de Adéle promete, pero no cumple. Ojalá alguien se anime a hacer una historia entre mujeres sin necesidad de estar dirigida a los hombres ni de calentar sus cabezas como objetivo número uno, y que además en el camino, pueda arrasar con ciertos estereotipos. Yo espero esto con ansias, mientras tanto, que no me vendan más gato por liebre.