Una propuesta de estilo muy personal
A lo largo de una carrera que arrancó hace más de una década, Ezequiel Acuña ha consolidado un pequeño cuerpo de obra distinguible y sólido, trabajado sobre la base de constantes temáticas y estéticas. Los cuatro largometrajes de Acuña están unidos por vínculos muy notorios y terminan configurando una identidad artística definida. La vida de alguien es otro paso en la afirmación de ese programa.
La línea argumental de la película es deliberadamente simple, funcional a las obsesiones del director: los vaivenes de la amistad, la nostalgia por un pasado en sociedad con alguien importante que ya no está, el amor a primera vista, la vocación melancólica y, ahora más que nunca, el vínculo estrecho con la música, tejido con los temas de Jaime Sin Tierra en Nadar solo (2003), los de Mi Pequeña Muerte en Como un avión estrellado (2005) y los del grupo uruguayo La foca en excursiones (2009) y La vida de alguien. Esta vez, el protagonista es Guille (Santiago Pedrero, una de las piezas más significativas de un omnipresente team masculino que completan Matías Castelli, Nicolás Mateo e Ignacio Rogers), músico treintañero que encuentra en la posibilidad de edición de un disco grabado hace muchos años una oportunidad de despegue. Porque esas viejas canciones llegarán acompañadas de una historia romántica teñida de candidez y buenas expectativas con Luciana (Ailín Salas) y de una liberación propiciada por la chance de saldar distintas cuentas del pasado que pinta como definitiva. Y si la historia es sencilla, sin sobresaltos exagerados ni derivaciones demasiado inesperadas, lo que luce cada vez con mayor desarrollo es el trabajo de puesta en escena. En La vida de alguien, el cine de Acuña viaja liviano y levanta vuelo gracias a la imaginación para resolver cada plano, a la precisión de un montaje que modula el ritmo que calza a la perfección con lo que la película cuenta y sobre todo a la belleza del excepcional trabajo de fotografía de Fernando Lockett, garantía de valor agregado en cualquier película en la que participa. A priori, un film de una hora y media con más de treinta tracks puede prejuzgarse haragán o falto de ideas.
Pero La vida de alguien le contesta a esa desconfianza con puro cine: un plano del protagonista con el rostro hundido en la arena, otros que lo muestran, en ralenti, disparando un rifle o divirtiéndose con un compinche al que añora y otro más que aprovecha sensiblemente la capacidad que la playa y el mar tienen para cargar la atmósfera de sentido. Todos son tan plásticos como sugestivos o elocuentes. En ese diálogo vivo y permanente que Acuña ha conseguido entre sus propias películas, La vida de alguien tiende puentes más fluidos con las dos primeras que con Excursiones, probablemente la más celebrada. Son parentescos más cercanos dentro de un clima de familiaridad evidente. Más que repetirse, Acuña se va volviendo personal y único. Eso se llama estilo.