Conozco a Ezequiel Acuña desde tiempos inmemoriales. Bueno, acaso no inmemoriales, pero más o menos unos quince años. El Nuevo Cine Argentino era una novedad en esos momentos –estaba en plena confirmación de su expansión internacional–, pero quedaba claro que la cabeza y la sensibilidad de Ezequiel pasaban por otro lado. Lo suyo no eran los retratos contemplativos ni las vidas secretas de las familias de provincia ni el realismo sucio del conurbano. Su cine bebía de un modelo que el nuevo cine nacional por lo general ignoraba: una suerte de línea que unía la Nouvelle Vague francesa y el cine independiente norteamericano, y que hacía su centro en la adolescencia, en los ritos de pasaje de esa etapa de la vida, en las emociones y confusiones que se viven durante esos años. Y eran películas –siguen siendo– en las que la música cumplía un rol central en la vida de los protagonistas.
Esa melancolía pop del cine de Acuña –cuyo único referente previo aplicable podría ser el de Martín Rejtman, la injustamente olvidada película MODELO ‘73, de Rodrigo Moscoso y muy poco más– fue variando en tonos y estilos, sus personajes fueron creciendo en edad e intentando cambiar de vidas, pero inevitablemente el centro de su existencia seguía y sigue pasando por esos quiebres y fracturas emocionales que se producen en algún punto en el que las personas toman conciencia que la vida va a ser más complicada de lo que pensaban. Amigos perdidos, amores perdidos, familias perdidas: el cine de Acuña siempre se caracterizó por una presencia constante de una especie de dolor existencial, tamizado por momentos de humor y de frescura –la melancolía pop, las “canciones tristes para sentirte mejor”– que aparecen en sus películas.
Cineasta casi natural para trabajar el espacio fílmico y para saber sacar de sus actores una naturalidad difícil de encontrar en muchos de sus colegas (su elenco más o menos estable de intérpretes, con Santiago Pedrero a la cabeza, junto a Matías Castelli, Nicolás Mateo, Ignacio Rogers y su habitual coguionista/actor Alberto Rojas Apel, que supo traducir algo de ese mundo a su guión de la reciente y exitosa ABZURDAH), las películas de Acuña fueron delimitando espacios, como marcando en zona ese territorio minado entre la adolescencia y la adultez (entre la defensa y el mediocampo, pongamosle, de su amado club Chacarita) a la que pocos miran con la profundidad necesaria. Algunos, porque les parece –equivocadamente– un problema menor de clases medias y altas en un país que tiene “problemas más serios” de los que hablar. A otros, porque, al llegar a la etapa de hacer cine, ese momento de sus vidas parece parte del pasado.
excursiones - FOTOFIJA.28Es cierto, Ezequiel Acuña ya ronda los 40 y uno podría pensar que las preocupaciones de esa edad deberían ser otras –siempre recuerdo que Jerry Seinfeld decidió terminar su sitcom porque le parecía que sus personajes ya no podían seguir dando vueltas por las mismas e “inmaduras” situaciones a esa edad–, pero en su caso no sucede. Eso, es cierto, puede dar la impresión de una suerte de círculo que vuelve una y otra vez sobre las mismas obsesiones, pero en un sentido más abarcativo también se podría decir que no es tan así, que el tono y el tipo de personajes pueden ser similares (el romance complicado, las amistades potencialmente traicioneras, alguna pérdida irrecuperable del pasado) pero que Acuña siempre se las arregla para encontrar nuevos ángulos para explorar ese territorio, uno que aún sigue siendo bastante virgen en el cine argentino, a excepción de algunos miembros de la camada de cineastas cordobeses, que parecen haber tomado al cine de Acuña como un modelo a seguir más que los de otros nombres más previsibles del canon del NCA.
Esos “nuevos ángulos” están en LA VIDA DE ALGUIEN, una película que circula entre la melancolía y la depresión de su personaje principal, alguien que siente que perdió su gran oportunidad de convertirse en una estrella pop (o, al menos, en un músico reconocido) y, ya en sus treintaypico, intenta rearmar un proyecto cuyo final amargo parece cantado de entrada. En EXCURSIONES aparecía también una situación similar: la amistad cortada –por los distintos caminos que las personas toman en la vida o por peleas concretas– que luego se recupera, con un brote de entusiasmo inicial, pero que luego vuelve a presentar las mismas dificultades que la quebraron en un principio. El tercer filme de Acuña mostraba un lado un tanto más humorístico y luminoso de esa situación, pero en LA VIDA… reaparece un tono más cercano a NADAR SOLO y a algunos momentos de COMO UN AVION ESTRELLADO, como si el proceso de crecer funcionara al ritmo de “dos pasos para adelante y uno para atrás”.
lavidadealguienHay algo querible y hasta noble en la decisión y/o necesidad de Acuña, de sus películas, de mantenerse fiel a sus obsesiones de siempre, y a sus modos de hacer cine. En una industria como la argentina en la que casi todos los nuevos cineastas dejaron de ser nuevos y se reconfiguraron como el mainstream del cine nacional –trabajando con apoyo de la televisión, dirigiendo asociaciones que pasan mucho tiempo recorriendo pasillos del INCAA, armando inverosímiles coproducciones con 17 países–, Acuña se mantiene siempre cercano a sus temas y a sus modos, a su universo personal y a sus obsesiones, a sus “canciones tristes”, a los amigos inconstantes (los citados Castelli y Apel, Nicolás Mateo) y a los “amores imposibles” (Antonella Costa, Manuela Martelli, Martina Juncadella, Ailín Salas) de sus personajes. Y también a esos márgenes que lo dejan fuera de las modas y del circuito de los festivales, que buscan una especie de falso “color local” que sus películas no tienen en el sentido más convencional y pictórico.
El cine de Acuña es universal, en tanto las fracturas emocionales de la adolescencia y la cada vez más larga “juventud” se pueden reflejar en cualquier lugar del mundo y, últimamente, casi a cualquier edad. Y también es, como pocos, un cine personal, disfrazadamente autobiográfico, construido a base de películas que bien podrían trazar una suerte de esquiva historia de la vida del realizador. Es por eso que esta retrospectiva –que se presenta a la par del estreno de LA VIDA DE ALGUIEN— es justa y para nada apresurada. Es el retrato del artista cachorro, que no quiso o no supo resolver el arma de doble filo que es la madurez y que se expone –y expone a una generación– a los desgarros de volver a caer, una y otra vez, en la misma trampa emocional.