La canción es la misma
La cuarta película de Ezequiel Acuña es un capítulo más dentro de su novela de jóvenes melancólicos, música indie y universo analógico.
No son muchos los directores argentinos que tienen la coherencia y la fidelidad a sus obsesiones que tiene Ezequiel Acuña. Para bien o para mal -yo creo que para bien- todas su películas son la misma película y aunque cada una esté afinada en una nota distinta, las cuatro forman un acorde agradable, amigable. Películas generacionales en las que la música funciona como un recurso de identificación temporal además de para crear climas, películas melancólicas y jocosas -generalmente más melancólicas que jocosas, a excepción quizás de Excursiones- en las que los personajes sienten nostalgia por un pasado adolescente, por relaciones que ya no son, que viven un presente borroso que parece existir sólo como epílogo de un pasado intenso en donde la vida era vida y puro presente.
La característica distintiva de La vida de alguien es que es la más musical de las cuatro. En todas hay banditas adolescentes, todas tienen un soundtrack indie exquisito, pero esta podría catalogarse, sin exagerar, como un “musical”. Un musical sin bailes, o sin bailes tradicionales -hay unas escenitas en ralenti de los protagonistas jugando a la pelota que por momentos parece que bailaran-, pero con muchos momentos dedicados exclusivamente a la música: los personajes cantan canciones enteras en más de una oportunidad.
La historia es tan característica de Acuña que si la hubiera leído en un cuento o visto en alguna otra película o simplemente me la hubiera contado alguien en forma de anécdota, me habría sido inevitable exclamar: eso parece una película de Ezequiel Acuña. Guille (Santiago Pedrero) tiene unos treinta y pico y un pasado de músico que nunca despegó. Una compañía discográfica decide editar el disco que grabó con su banda de rock diez años antes, poco antes de separarse. Ese es el disparador para intentar reunir a sus ex compañeros.
También hay por allí, por supuesto, una chica: Ailín Salas, una especie de Manic Pixie Dream Girl que parece mucho más avasallante y resuelta que el tímido Guille y que cantará con él algunas canciones en las que son, sin dudas, de las escenas más hermosas que dio el cine argentino en mucho tiempo.
El personaje de Salas se llama Luciana, como todas las mujeres de las películas de Acuña: Antonella Costa en Nadar solo, Manuela Martelli en Como un avión estrellado y Martina Juncadella en Excursiones. Están también, como en sus otras películas, Matías Castelli, Ignacio Rogers y Nicolás Mateo. Con sólo cuatro películas, Acuña construyó un mundo y un ensamble de personajes que ya son parte importante del cine argentino de este siglo y que tendrían una relevancia pop a la altura de Summer o de Juno si nuestro cine tuviera algún tipo de relevancia.
Pero las películas, igual que las canciones, quedan. Aunque Acuña haya filmado la suya en anacrónico 35mm como una especie de militancia o toma de posición nostálgica y el celuloide se vaya deteriorando como se deterioran nuestros cuerpos y nuestras relaciones, La vida de alguien estará ahí para siempre. “¿Cómo te parece que van a sonar esas canciones?”, le preguntan a Guille en un momento. “No sé, no las volví a escuchar”, contesta él. “Me refiero más al paso del tiempo que al audio”. Porque los momentos se desintegran en los soportes analógicos pero lo importante, parece decir Acuña, es que no envejezcan en nuestra memoria.