El peso del pasado que vuelve
Como pocas películas del cine argentino reciente, el opus 4 de Ezequiel Acuña se expresa y construye en términos exclusivamente cinematográficos. Así, un viaje en el tiempo y el espacio se convierte en una historia tan luminosa y melancólica como la música que lo justifica. En tiempos en que las películas argentinas con más “bombo” decepcionan, La vida de alguien –que llega a la cartelera con el único bombo de haber sido parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata– sorprende por su nivel de decantación. Como pocas películas del cine argentino reciente (y del no argentino, también), el opus 4 de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado, Excursiones) se expresa y construye en términos pura y exclusivamente cinematográficos. Aquí no hay un tema “de hondo interés humano”, político o social, de esos que dan la impresión de estar frente a algo más grande o importante que una mera película. No hay pretensiones de hablar de nada que no sea lo que les ocurre a los personajes. Ni de lograr la clase de lindas fotografías que llevan a que mucha gente suponga estar frente a “bellezas” de película. No hay actores sacándolo todo afuera, grandes intensidades dramáticas o exacciones emocionales para con el espectador. Hay una historia que se arma de modo casi imperceptible, protagonizada por personajes (y actores) reacios a toda efusión escénica, puesta en escena con la clase de virtuosa funcionalidad que caracteriza a las películas que merecen llamarse tales.El modo en que el pasado pesa en La vida de alguien parece de cine negro. Aunque la película –coproducida por el chileno Alberto Fuguet y escrita y coeditada por el propio Acuña– no tenga en la superficie nada que la ligue a esa variante de policiales ni a ninguna otra. Salvo la clase de abatimiento que los errores cometidos producen en los (anti)héroes noir. Tanto como lo producen en el Guille de La vida de alguien (Santiago Pedrero), que en el plano inicial de la película significativamente regresa en el tiempo y el espacio. Vuelve a Mar del Plata, donde unos diez años atrás vivió junto a sus amigos el tiempo dorado de la juventud, con la intención de retomar las viejas canciones que él y sus compañeros de grupo nunca llegaron a grabar.Para ello se reúne con Pablo (Martín Castelli, el “gordo” de Excursiones, repitiendo un papel con mucho gato encerrado), pero no con Nico (Ignacio Rogers, protagonista de Como un avión estrellado), que se fue de viaje y nunca volvió. Se les unen un bajista y un batero. Y, sobre todo, Luciana, que canta y toca teclados (Ailín Salas, una de las chicas clave del cine argentino del último lustro). Como en una comedia clásica, algo que La vida de alguien tampoco es, en el momento mismo en que se conocen se adivina que algo hay entre Guille y ella. Pero en el mundo Acuña los sentimientos no se tramitan en velocidad, por lo cual la manifestación de esa química latente puede llegar a llevar toda la película.El “argumento” de La vida de alguien es nada. Nada que no se haya visto mil veces: un grupo que se reencuentra, las ganas de llenar un bache, mucha música en vivo (tocada por los miembros del grupo uruguayo La Foca, en cuya historia se basa la película), una love story incipiente, celos y rivalidades de artistas, un productor cuya pinta de chanta (Julián Kartun, elección inmejorable) no parece en vano, un comeback que podría fracasar. Como en toda película en serio, en La vida de alguien lo que importa no es el argumento sino la forma. La forma en que está narrada, la forma en que está filmada. Acuña narra en tres tiempos, duplicando los pasados (algo que se comprende en el último acto) y dosificando las referencias al amigo faltante. De modo que su figura, su enigma, flotan sobre el relato como un fantasma más vivo que los que parecen vivos, pero paradójicamente se comportan como fantasmas de sí mismos.Hay una escena absolutamente notable en La vida de alguien, cuando en medio de la grabación de un programa de televisión bastante lamentable (lo conduce Martín Piroyansky, que también aparecía en Excursiones) la voz de un oyente de pronto convierte esa mesa en algo parecido a una sesión espiritista. En la misma escena, suaves travellings en redondo construyen el espacio. En los primeros minutos, el estado de duermevela de Guille a bordo del ómnibus lo lleva a mezclar recuerdos de tiempos superpuestos, anticipando no sólo información temática esencial sino la estructura misma de la película.Fotografiada por el extraordinario Fernando Lockett (DF de las películas de Matías Piñeyro, de donde también viene Julián Larquier Tellardini, que hace del bajista del grupo), La vida de alguien tiene una cámara de una organicidad modélica. Planos abiertos en exteriores y también en los interiores de un conservatorio en el que Guille se siente pequeño (así como todo el tiempo se lo nota desajustado de todo: admirable interpretación de Pedrero). Planos bien cerrados, con un teleobjetivo que permite difuminar todo lo que no son sus rostros, para las escenas de proximidad entre Guille y Luciana. Y, sobre todo, planos sostenidos sobre el tan filmable rostro de Ailín Salas, tanto como Jean-Luc Godard sostenía los suyos sobre la magnética Anna Karina en Vivir su vida. La música de La Foca es luminosa y melancólica. La vida de alguien también.