Con una ayudita de mis amigos...
“La vida de alguien” es el cuarto largometraje de Ezequiel Acuña (1976) y ahonda en el espíritu de los anteriores, al abordar otro relato que pone bajo la lente y expone a un grupo de jóvenes a los que crecer parece que les cuesta quizás demasiado.
Un relato impregnado de melancolía, de un vacío, un silencio que solamente se rompe mediante las canciones y la música, ese espacio emocional en el que se puede decir y expresar algo de lo que ocupa el pensamiento, a veces un poco demasiado confuso, de los personajes.
Guille, el protagonista, es un guitarrista que ha integrado un grupo musical años atrás, junto con unos amigos que se conocían desde la escuela secundaria. Llegaron a grabar algunos temas pero esas canciones nunca fueron editadas. Han pasado diez años y de repente, un sello discográfico lo convoca para ofrecerle grabar el disco.
Pero resulta que el grupo se ha disuelto y uno de sus miembros originales, Nico, ha literalmente desaparecido. Después de un entredicho con los otros integrantes de la banda, viajó al exterior y simplemente, nunca más se supo nada de él.
Guille consigue, no obstante, enganchar de nuevo con la idea al otro amigo que conformaba el equipo: el Gordo, el cantante.
Ya no son los mismos jóvenes entusiastas, pero todavía se aferran a cierta mística y deciden probar con músicos nuevos para completar la banda.
También el azar pone en el camino de Guille una estudiante de música, Luciana, bastante menor que todos ellos y que se siente atraída por la personalidad de su líder, quien la invita a cantar con ellos.
Así, entre ensayos, recitales y entrevistas en programas radiales y televisivos, van afiatando el grupo y conjurando un poco la inseguridad y la falta de confianza. Sin embargo, el fantasma del pasado reaparece una y otra vez, ensombreciendo el ánimo introvertido y nostálgico de Guille, que contagia con sus bajones sensibleros al Gordo. Lo que pasa es que extraña a Nico y su ausencia inexplicable se ha convertido en una herida abierta que llena de dudas, angustia y cierto pesimismo al joven.
Hasta que, casi en el final, el relato da un giro inesperado, con una sorpresa que pone en evidencia que Nico en realidad no está tan ausente como pensaban...
La película de Ezequiel Acuña está más orientada a mostrar climas, a utilizar imágenes sugerentes, atmósferas y diálogos mínimos, que para colmo apenas se pueden descifrar, ya que los actores hablan de un modo entrecerrado como mordiendo las palabras, en lo que no queda claro si es un defecto de la obra o un rasgo idiosincrático de una generación.
La cuestión es que por momentos se mezclan las imágenes que pasan de un realismo en estado bruto, por llamarlo de alguna manera, a una suerte de cinismo, a veces, intercalado por momentos con secuencias oníricas que podrían referir a la subjetividad de Guille o quizás a la necesidad de agregar una cuota de misterio, que en definitiva no se resuelve del todo.
Este cuarto film de Acuña (y el primero, curiosamente, en 35 mm), luego de “Nadar solo” (2003), “Como un avión estrellado” (2005) y “Excursiones” (2009), no solamente continúa con su temática preferida, el relato generacional, sino que retoma personajes y también algunas de las canciones de los soundtracks de aquellas películas.
Quienes conocen su obra afirman que el joven realizador argentino está consolidando un estilo propio muy personal que logra sintonizar con el espíritu del público juvenil, que se siente identificado con sus propuestas.