IÑÁRRITU A LA GEORGIANA
Muchas veces el cine se reconstruye sobre la base de estructuras prediseñadas, que son más accesibles para el espectador. En La vida de Anna reconocemos al menos dos marcas bien precisas: por un lado la estética del exitoso cine rumano reciente, un drama social directo de cámara cercana y sin concesiones no carente de cierta búsqueda del absurdo sobre la burocracia, y por el otro las intenciones del cine ladino del mexicano Alejandro González Iñárritu, donde todo lo que puede salir mal sale mal, y si no se lo manipula para que así sea. Y precisamente en La vida de Anna, de la georgiana Nino Basilia, todo sale malísimamente mal, y muy especialmente a partir de la utilización de recursos arteros que sólo buscan el feísmo por el feísmo mismo. Eso sí, en estos tiempos cínicos que corren es un tipo de propuesta cinematográfica que funciona y es efectiva.
Anna (estupenda Ekaterine Demetradze) es una madre divorciada, que tiene un hijo autista y un ex marido que no puede más de ingrato. Su objetivo, mientras trabaja de lo que puede, es conseguir una visa para irse a vivir a Estados Unidos donde, supone, encontrará un horizonte mejor para ella y su hijo. Pero tanto la propia historia como -sobre todo- el guión de Basilia le niegan constantemente un ratito de paz. Lo del hijo autista, que es mostrado de manera un tanto excesiva desde el arranque, podemos asumirlo como un resorte melodramático por donde explotará la tragedia. Sin embargo, no es más que uno de los botones que la directora presionará en un verdadero tour de force del maltrato contra sus personajes. Anna no sólo tiene un ex desagradable, sino también un jefe horrendo y un supuesto amante que la merodea y la persigue por ahí (un personaje sólo justificado por un guión pobrísimo), a lo que hay que sumar un chanta de esos que aseguran tener un amigo con poder que puede agilizar algún trámite. Anna irá enfrentándose a todos en una carrera de obstáculos del miserabilismo, dentro de un mundo que no ofrece ninguna salvación.
Hay sólo dos cosas que hacen apenas tolerable el visionado de esta película. Por un lado esa estética tomada prestada del cine rumano, que le aporta una dosis de verismo interesante, cercana al docudrama, aminorando los efectos nocivos de sus giros inverosímiles, con algunos planos extensos que dan la idea de una realizadora con conocimiento de la herramienta cinematográfica. Y por el otro la presencia en el protagónico de Demetradze, actriz que lleva con hidalguía los excesos de un guión ridículo y que no aporta un gesto de más a un personaje que está absolutamente perdido. Esa dignidad que el resto de la película no tiene y que Basilia desprecia porque, supone, el subrayado se justifica en pos de aquello que se quiere señalar. La vida de Anna es un tono grueso constante, que se pone cada vez más grosera a medida que avanzan los minutos. Y en algunos momentos causa risa; de la involuntaria, obvio.