El enojo y la impotencia nos sorprenden muchas veces cuando la realidad se nos opone una y otra vez en un combate desigual. Alguien va detrás de algo, para alcanzar lo que a veces es materialmente constatable y otras casi intangible. Todo impacta con aquello a lo que llamamos lo real, eso que nos embiste con su desmesura.
Anna es una joven, madre y soltera, que batalla con esa embestida. Vive como si fuera el ensayo fílmico de esa impotencia feroz y avanza con furia detrás de ese deseo que se hace inalcanzable.
La vida conflictiva y llena de carencias que Anna lleva a cuestas, la enredan en una búsqueda errática de soluciones que se le presentan lejanas y más adversas que su crítica realidad. Un hijo autista sin tratamiento adecuado, un trabajo constante de esfuerzo insuficiente, más el deseo loco de viajar a EE.UU. y lograr allí todo lo deseado y más.
Este retrato juvenil y femenino es también la herramienta ideal para fotografiar una realidad social y actualizada de este país cerca del Mar Negro que arrastra una historia de invasiones, en un territorio tan valiente e indómito como es el de este territorio euroasiático.
Ese macro mundo se hace huella en este micro mundo, en el universo de Anna. Su supervivencia se presenta como un laberinto en el que cada día la joven prueba un camino tras otro, pero nada la conduce a la salida. Llena de enojo y ansiedad busca el sosiego de sus angustias en un mundo que se aparece adverso y avaro, rodeada de personajes que viven sumidos en sus propios anhelos y sus infinitas necesidades.
La impresión de realidad que la película propone es intensa y muy poco amable, a través de la mirada de la protagonista que es áspera y desesperada generando una tensión constante con el escenario en el que se ve atrapada.
Hay un recurso narrativo que se nos hace real y ficcional a la vez: Anna fracasa al intentar conseguir la visa americana, y en ese punto hace eclosión todo lo que venía detrás. ¿Cómo salir ahora hacia esas tierras inhóspitas que se suponen salvadoras? El resto es un derrotero doloroso de desaciertos y engaños. Un torbellino enloquecedor de amarguras que se encadena como si todo condujera al mismo lugar: la pérdida.
La desolación en la que Anna y los personajes circundantes viven es abrumadora. Los vemos luchar entre ellos a manotazos como si todos trataran de subirse a una barca mesiánica y tan solo hubiera lugar para Dios.
La cámara suelta, móvil y vigorosa acompaña los sucesos de este retrato social. Su vitalidad y cercanía a la protagonista nos evoca a los hermanos Dardenne con su furiosa cámara viva.
Más allá de que la pérdida se impone, el lugar de la esperanza está igual sostenido en esa juventud y esa fuerza que no desaparece en Anna. Si hay un detalle que merece la pena observarse son las manos de la joven actriz y su lugar clave en la composición del personaje. Allí están vitales, expresando el lugar más emocional y femenino de su identidad. Las manos que envuelven un pedazo de pan en una servilleta, las manos que limpian enérgicas un rincón ajeno, las manos que peinan a su abuela, las manos que no logran calzarle los zapatos a su hijo. Las manos hechas palabra.
Las manos de una mujer, ahí, donde todavía la vida sigue buscando proyectarse.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria