El tono equivocado
Rara la apuesta de La vida después, centrada en un matrimonio -Carlos Belloso y María Onetto- que decide separarse pero que encara nuevas existencias y rutinas que prueban ser mucho más dificultosas de lo esperables. Rara porque el distanciamiento, a través de una elegante puesta en escena, es deliberadamente buscado, pero esa meta, lograda con creces, termina siendo tanto su mayor virtud como su peor defecto.
A simple vista, a los realizadores Franco Verdoia y Pablo Bardauil hay poco y nada que reprocharles: llevan su visión hasta las últimas consecuencias, con pleno conocimiento de causa, evidenciando un gran conocimiento de las herramientas cinematográficas, con una cámara que se mueve fluidamente alrededor de los cuerpos, en espacios que se van haciendo notoriamente asfixiantes -incluso cuando son abiertos- y contando con actuaciones -no sólo por parte de Belloso y Onetto, sino también de Rafael Ferro en un papel secundario pero sumamente relevante- que captan el tono requerido y jamás se pasan de la raya. Pero quizás ahí esté la falla: en el tono, porque el relato, con toda su carga disruptiva y desestabilizadora por cómo aborda la pareja como estructura que define a determinadas personas, parecía pedir exactamente lo contrario desde la narración, que queda entrampada desde la puesta en escena, sin poder transmitirse las vivencias, inquietudes, temores y hasta paranoias de los protagonistas.
En La vida después falta pasión y energía, la voluntad de contagiar realmente al espectador a partir de los climas que podían forjar los eventos e imágenes en la pantalla. Sin embargo, la distancia y frialdad que se generan es tal, que hasta termina generando aburrimiento y en el balance queda gusto a poco, evidenciando que había en la película un potencial que no llega a concretarse. Verdoia y Bardauil tienen talento, eso es innegable y muy importante a futuro, pero aún les falta tender el puente para conectar al público con las experiencias que construyen.