LA FAMILIA
La película de Natalia Labaké trabaja sobre ciertas premisas recurrentes en muchos documentales de la actualidad argentina: la incertidumbre y la terapia. Se trata de un territorio fragmentado que alterna registros de videos familiares con retazos de un presente en el que dos mujeres son las protagonistas: la tía y la hermana de la realizadora. En ambos casos parece descansar el peso de una historia marcada por el poder, la política y la frivolidad. Claro está, ese pasado quema como una brasa. Se trata de Juan Labaké (su abuelo) abogado de Isabel Martínez de Perón y asesor de Carlos Saúl Menem, entre otros roles.
Si bien la película nunca subraya discursivamente su posición (y en este sentido evidencia una confusión enunciativa que se desprende desde su misma organización formal), se adivinan algunas intenciones. Una de ellas es reivindicar la presencia femenina a través de generaciones. Fundamentalmente la de aquellas que estuvieron marcadas por el silencio y la imposibilidad de manifestarse en una estructura netamente machista y peligrosa. Se lee en el epígrafe inicial una declaración al respecto: “La mujer en su característica de madre tiene la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”. No obstante, como ocurre con el documental mismo, nunca se sabe a ciencia cierta si se trata de una ironía o de una confirmación. En efecto, a medida que desfilan los materiales de archivo registrados principalmente por la esposa de Labaké, solo queda en la voluntad de los espectadores el cuestionamiento, el rechazo de lo que se ve, y estimo que en varios casos el arrepentimiento por haber votado una de las peores caras del neoliberalismo en la Argentina (basta ver esa escena de la fiesta menemista en algún lugar paradisiaco donde el caudillo riojano llega desde el mar como un mesías).
Todo lo anterior, que ocupa una buena porción, es abruptamente contrastado con la primera imagen del presente, donde se advierten cuerpos gastados, con cirugías en los rostros, y empiezan a aparecer nuevas caras, entre ellas la de Agustina, la joven que intenta cortar con la tradición desde un marco espiritual e interpelar a su madre (la mujer del hijo de Labaké) por su pasado. También es quien acompaña a Vivi, la tía, un personaje cuyos inconvenientes con la memoria (lo cual podría extrapolarse al país entero) se muestra vulnerable. Hay una oscuridad latente que permanece fuera de campo. También, raptos de alegría y una idea de familia impostada que las imágenes de los archivos pretenden escenificar. Y el presente es una pálida continuación de sentencias políticas, de revisionismos subjetivos y sospechosos, de un circo que intenta sostenerse con los últimos hilos. La otra historia es las mujeres que estuvieron al margen o nacieron en otra época y cargan con un karma insoportable. El movimiento, las fiestas, los signos de una realidad empaquetada contrastan fuertemente con el letargo y las sombras de la actualidad, con el descanso y el reposo entre penumbras, ya sea en un hogar para ancianos como en la casa de las jóvenes hermanas. Sin embargo, la puntada que da el título, da para pensar que en ambos casos se duerme: unos se anestesian con el poder y la frivolidad y otros con el olvido; algunos reposan en lo netamente terrenal y otros intentan despertar con la militancia o la espiritualidad (léase el posicionamiento de las hermanas, atrás y delante de cámara).
Tal vez, en cierta indecisión discursiva se advierta el mayor inconveniente de la película, de estructura deshilachada, de retazos recortados un tanto arbitrariamente, sin definir cuáles son las intenciones acerca de la mirada y la decisión de incluir esos registros. Sacarlos de la intimidad y exponerlos al público no constituye un gesto menor que, estimo, puede haber tenido complicaciones (que no se ven en la película). A fin de cuentas, lo que amaga en convertirse en un fuerte alegato político cede el paso a otro exponente de cine terapéutico.