"La vida en común": una frontera múltiple
El segundo largometraje del director de "Los días" atiende con igual detalle tanto a la estética de la puesta en escena como a la poética de su construcción cinematográfica.
Hay un universo cinematográfico, que es muy amplio en el cine independiente argentino, donde los relatos surgen del tejido que se forma al trenzar a la ficción con el documental. Películas que le proponen al espectador un desafío, una incógnita: la posibilidad de dejarse llevar por las historias pero sin contar la seguridad que da saber si lo que se está viendo es el retrato de la realidad o la proyección de una fantasía. Son estas películas las que consiguen que se vuelva evidente la inutilidad de semejante certeza. Porque, en el fondo, el cine siempre es un artificio que de forma inevitable representa una toma de posición frente a la realidad. La vida en común, segundo trabajo de Ezequiel Yanco, forma parte de ese cosmos.
La vida en común del título es la que comparten los jóvenes protagonistas de la película, que se desarrolla en la inmensidad del desierto y dentro del silencio proverbial que lo define. Se trata de un mundo simple, urdido con más expectativas que palabras, hecho que no impide montar un relato vigoroso a partir de él. Las imágenes que dan cuenta de esa vida, que no termina de ser urbana pero tampoco plenamente salvaje, contrastan con la potente narración en off realizada por la voz de uno de los niños. Se trata de una clásica historia de iniciación en torno a la caza de un puma que merodea el poblado, pero que para ellos representa la continuidad de otro relato que se intuye ancestral: un rito de paso. Ese texto, sencillo pero profundo, incluye momentos de poesía expresiva en la que anida el núcleo de poder del film.
La vida en común atiende con igual detalle tanto a la estética de la puesta en escena como a la poética de su construcción cinematográfica. Los protagonistas son parte de la comunidad Nación Ranquel, un caserío enclavado en tierras que la provincia de San Luis restituyó a los integrantes de ese pueblo. Las construcciones del lugar, cuyo diseño parece inspirado en el de las antiguas tolderías indígenas, articulan un espacio que parece una visión alucinada y futurista de aquella excursión a los indios narrada por Lucio V. Mansilla en su obra más popular. Aunque también podría tratarse del set de filmación de una fantasía pos apocalíptica al estilo Mad Max. Hay algo profundamente irreal en esos edificios que se alzan de manera inesperada en medio de la nada sin fin.
Yanco encuentra en Nación Ranquel su propio Aleph y lo convierte en película. El director aprovecha la extrañeza que dicha arquitectura le aporta para filmaruna frontera múltiple. Una encrucijada que representa el punto de encuentro que reúne a lo poético y lo prosaico, la mitad de un camino que va de la vigilia a lo onírico. Aquella confluencia de lo real y la ficción. A partir de esa premisa, el director transforma en cinematográfico el mestizaje cultural en el que se ubica el universo que retrata y es sobre esa premisa alegórica que trabajan los engranajes narrativos de La vida en común.