Una película de mierda
En la mejor comedia del año, me refiero a Damas en guerra, hay una escena llena de salvajismo propia de esos humanistas de la escatología que son los Hermanos Farrelly. En realidad los Hermanos ya no hacen cosas así, y la visión sugerida de varias damas ataviadas de fiesta vomitando y desgraciándose en plena calle de Damas en guerra luce como un exabrupto venido desde otro mundo, más teniendo en cuenta el andamiaje de comicidad melancólica sobre el que está construida la película de Feig/Wiig. En La vida en tiempos difíciles –extraña versión local del más que traducible título original en inglés– no hay ni por asomo una escena parecida. Lo que en Damas en guerra se exterioriza, se vuelve un puño de comedia soez, ajeno por completo a toda elegancia y buenas costumbres y que termina estallando de modo casi literal ante los ojos de los espectadores, en la comedia “independiente” de Todd Solondz, esta película anémica, literaria e ingenuamente provocadora, se guarda para sí, con un pudor programado e inocuo en términos dramáticos.
Si la primera representa una de las formas felices de la comedia americana industrial, honesta hasta lo conmovedor en sus intenciones y yerros y transparente en su ejecución laboriosa y esmerada, La vida en tiempos difíciles viene a hablar en nombre de la “comedia de autor” o comedia gourmet. Donde la estrella Kristen Wiig –la espléndida alma mater de Damas en guerra–, en fin, desborda la película en cada plano, la retuerce como un trapo, la doblega con una vitalidad que es más brillante y evidente cuanto más se intuye a sí misma como el reverso de una tristeza que se insinúa detrás de su cara de payasa, en Solondz se trata todo el tiempo de hacer ver la mano del titiritero que dirige este espectáculo vacío: el hacedor, el demiurgo satisfecho de las penurias habladas de sus personajes que organiza el material con método y autoindulgencia, confiado en que la reputación de su película Felicidad lo precede y le otorga, por inercia, un crédito de importancia a esta astuta continuación que es La vida en tiempos difíciles.
Se trata prácticamente de dos modelos en pugna, dos modos de lo cómico y de la representación del mundo. Lo notable es que a veces las películas industriales americanas pueden resultar mucho más flexibles y libres que aquellas que vienen con un autor detrás. El cine americano llamado independiente suele no esquivar el dolor, pero en esta oportunidad el apagado desfile de figuras fantasmales, de rostros que rompen en llanto, de perversos redimidos y de suicidas en potencia de Solondz se limita a invocarlo profusamente como si fuera una falla ontológica de lo humano, el modo ineludible en el que sus pobres criaturas teledirigidas se ven obligadas a estar en el mundo. El director juega todas sus cartas al desgarro interno, a una tragedia remota cuyos ecos se encargan de moldear con saña a los protagonistas, pero es incapaz de insuflares algo de vida y no puede evitar hacerlos caer en la reiteración y hasta en la caricatura involuntaria.
El humor de Solondz consiste en que sus personajes se confiesen cosas atroces o interpreten al pie de la letra los signos de la convivencia y de la sociabilidad. Esto da lugar a más desesperación y más martirio que el espectador debe interpretar como las formas sublimes y contundentes de una “comedia de la vida”. Sucede que, en realidad, los gestos de entomólogo al paso del director se revelan pronto como pura impostura y acaban perdiéndose en el postulado banal de que toda vida contiene un infierno sin salida. Mientras, las referencias a la voladura de las Torres Gemelas o al terrorismo internacional aluden de modo espurio al mundo circundante y tratan de conectar a los personajes con un malestar de carácter específico. Pero en La vida en tiempos difíciles no hay exterior y por eso el mal se escribe con mayúsculas y no puede describirse visualmente como en las descalabradas desventuras físicas de Damas en guerra. Acá la mierda se queda guardada y se come a los personajes por dentro.