Los mismos enfermos con más humanidad
El realizador estadounidense retoma temas y personajes de Happiness, hasta con rasgos de humor: un humor no siempre tolerable.
“Es tan hombre... me rozó el codo, nomás, y me mojé toda.” La de la confesión íntima no es una adolescente sino toda una señora, separada y con tres hijos. Tampoco se lo cuenta a su mejor amiga, sino a su hijo de doce años, que se queda perplejo frente a ella, en la cocina de casa. En la familia Mapplewood, la sexualidad no circula de una manera que los manuales de psicología infantil prescriben: papá Bill, que tiene prohibido visitar a sus hijos, acaba de salir de prisión, donde cumplió una larga condena por pedofilia. Si todo suena parecido a Happiness, es porque los personajes de La vida en tiempos difíciles son los mismos. Aunque no quienes los interpretan. Ganadora del Osella de Oro al mejor guión en la edición 2009 del Festival de Venecia y del Astor de Plata a la mejor actriz en Mar del Plata, La vida en tiempos difíciles (Life During Wartime, en el original) es en parte una secuela y en parte una variación de la película que a fines del siglo XX le regaló al cine uno de sus temas favoritos de la última década: la disfuncionalidad familiar.
Secuela, porque transcurre diez años después y retoma los personajes de la anterior. Variación, porque si bien pasaron cosas (papá y mamá se divorciaron, a papá lo metieron en prisión, todos se mudaron de Nueva Jersey a Florida), los personajes siguen teniendo más o menos la misma edad. Si los actores son otros, también es otro –en parte, al menos– el que los mira. No es que para Todd Solondz la vida se haya teñido de rosa, pero lo cierto es que ahora no da la sensación de desearles lo peor a sus criaturas, sino de compartirlo con ellas. Y de buscar el alivio del humor, por cruel que sea. Sin ir más lejos, aquella escena en que mamá Trish (la maravillosa Allison Janney) le comunica sus humedades al pobre Timmy es tan enferma como desternillante. Desde ya que en más de una ocasión el humor-Solondz es intolerable o muy discutible. Por ejemplo, la escena en que Billy, hijo mayor y víctima, en el pasado, de las fantasías sexuales de su padre, se reúne con éste diez años más tarde, en una escena cargada de un dolor y emoción impensables. Salvo que detrás de Billy asoma un poster en el que un monito se coge a otro.
Tras su separación, Trish se mudó a la soleada Florida, con la intención de rehacer su vida. Acaba de conocer a un hombre (Michael Lerner) que, como ella, quiere ser enterrado en Israel. Ah, sí: ahora uno se entera de que varios de los protagonistas son judíos. Intenciones parecidas a las de Trish tiene su hermana Joy (la británica Shirley Henderson, secundaria en varias Harry Potter), que también ha venido a parar a esa especie de gran Náutico Hacoaj que es Florida. Por mucho que haya luchado por superarlo, Allen, pareja de Joy (el personaje que en Happiness hacía Philip Seymour Hoffman, y aquí interpreta el morocho Michael Kenneth Williams) no puede evitar seguir haciendo llamadas obscenas, y ella acaba de descubrirlo. Detrás de Trish viene Andy, interpretado en la anterior por Jon Lovitz y aquí por Paul Reubens, el ex cómico infantil que, cuando todavía era conocido por el nombre de Pee-Wee Herman, fue arrestado por exhibiciones obscenas. ¿Pero cómo, no se había suicidado Andy, después de que Joy lo rechazó? Sí, pero aún muerto sigue confesándole su amor, con una expresión tan triste cómo sólo un ex payaso, como Reubens, es capaz de tener.
Al mismo tiempo, papá Bill (Ciarán Hinds, en lugar de Dylan Baker) sale de la cárcel, acosado por sus peores fantasías. Y al pequeño Timmy, la proximidad del bar mitzvah lo llena de preguntas. Una de ellas es cómo y por dónde violan los adultos a los niños: otro momento intolerablemente Solondz. Con una atención por el cromatismo y los decorados infrecuentes en un realizador caracterizado por una deliberada rusticidad –colores artificiosos y decorados ídem, en representación de la América a la que el realizador prefiere llamar Genérica–, los seres-Solondz siguen siendo, básicamente, caricaturas. En algunos casos (la irritantemente aniñada Trish) más marcadamente que en otros (Bill, tratado aquí con respetuosa piedad). A veces, da la impresión de que son los actores los que les dan volumen. Algo notorio en el caso de la fabulosa Allison Janney (Mejor Actriz en Mar del Plata 2009) y de la no menos notable Ally Sheedy, que compone a una narcisa de manual con visceralidad de su autoría.
No parece casual que la condición judía de las tres hermanas se haya transparentado. La película entera parece dudar, todo el tiempo, entre la Ley del Talión a la que en más de una ocasión se alude, la condena implacable al “pecador”, la burla al distinto (el hijo freak de Michael Lerner) y –ésta es la novedad– la posibilidad de perdonar al prójimo. Aunque sea un monstruo. Como tal vez lo sean todos, algo que en Happiness no parecía tan evidente.