Terrorismo familiar
Secuela diferida (en tiempo, actores, perspectiva) de Felicidad (1998), su filme más conocido, La vida en tiempos difíciles es también una secuela del mismo Todd Solondz que, más de diez años después, amaga con subirse a un peldaño autoral más serio, maduro o reflexivo. Pero a no confundirse: allí siguen presentes las mismas taras del cáustico enfant terrible del cine indie estadounidense, al que sólo Larry Clark emula en ánimos provocadores: el abuso infantil, la disfuncionalidad familiar y el nihilismo de suburbio se conjugan en su obra con un cínico e incómodo humor de la mano de seres estereotipados, marionetas de un ventrílocuo corrosivo.
De hecho, esa es el cuestionamiento que no resiste ningún filme Solondz: la subversión que el realizador despliega no sólo sobre los clichés de la clase media, sino sobre el mismo cine de familia y sus empalagosas escenas (que en La vida… reaparece en el diálogo que el pequeño Timmy de mirada tierna mantiene con su madre sobre cómo su nuevo novio la hace “mojar”), lleva al peligro del golpe bajo facilista, del reírse de y no con (o a pesar de) los personajes y al peligro aún mayor de que mundo caricaturizado y chiste caricaturesco se fundan en uno solo.
Aunque como se dijo antes, aquí Solondz ensaya una inclinación en la que emergen intenciones humanistas o al menos redentoras: hacia el final, el filme gira cada vez más en torno a la disyuntiva entre el olvido y el perdón, asociando en un gesto un tanto torpe a los ataques terroristas con el abuso infantil, cuestión que aflora en el reencuentro entre el enfermo Bill padre (Ciarán Hinds) y el sufrido Bill hijo (Chris Marquette), mientras el menor Timmy (Dylan Riley Snyder) se prepara para su bar mitzvah, a la vez que intenta comprender tanto malestar.
Y ahí también están la amargada Helen (Ally Sheedy), la aniñada Joy (Shirley Henderson) y sus novios fantasmas y la comprensiva Trish (Allison Janney), la mujer de Bill ahora con domicilio en Florida, dispuesta a rehacer su vida. Hermanas que también integran ese caleidoscopio de “vidas cruzadas” que avanzan en el filme a la manera de sketches, más en sentido horizontal que vertical, con un Solondz que parece intentar hacer mutar su farsa maliciosa en una más atenuada comedia dramática, con el acento puesto en la expiación. Pero el resultado es vacío: sacando alguna que otra escena poderosa como el cara a cara entre ambos Bill o la actuación estupenda de Janney, uno termina sin saber qué hacer con el filme, si olvidarlo o perdonarlo.