Felicidad redux
Coherente y abrasivo como siempre, Todd Solondz vuelve a cargar las tintas sobre sus tópicos en un film que podría considerarse sucesor de Felicidad con el mismo racimo de personajes variopintos (los mismos personajes interpretados por otros actores como parte de un discurso meta lingüístico) que vuelven al derrotero de la disfuncionalidad; la doble moral y todas aquellas grietas que derrumban el sueño americano y pisotean la idiosincrasia yanqui, con guiños continuos a la incorrección política.
Hay un niño en el ojo de la tormenta, el hijo de Trish (Allison Janney) a punto de volverse a casar, en este caso con Harvey (Michael Lerner), para intentar que sus dos hijos aprendan a convivir con un padre un tanto más normal que el pedófilo Bill. Sin embargo, el niño vive atormentado por sus planteos acerca del olvido, la culpa y el perdón, con fuertes referencias religiosas de por medio y con el escape hacia lo onírico para salir de la densidad y el cinismo que atraviesa la trama de La vida en tiempos difíciles.
El otro personaje que se lleva el foco de atención es la presencia-ausencia del padre pedófilo Bill (Ciarán Hinds) en plan de regreso a casa purgada su condena tras las rejas, al que se sumarán otras historias cruzadas como la de Joy (Shirley Henderson), la hermana de Trish ya alejada de su depravado marido Allen (Michael Kenneth Williams) aunque no tanto de su pasado que vuelve a acecharla así como sus viejos fantasmas más temidos de experiencias límites.
Fiel al estilo de viñetas para ordenarse narrativamente con un guión rico en diálogos filosos y humor cáustico pero sin la contundencia de otros trabajos como la propia Felicidad o Palíndromos, aquellos seguidores de este director independiente no se sentirán defraudados en cuanto a lo temático y a ese estilo transgresor.