La grandilocuencia acompaña a La vida misma desde su título y no la abandona a lo largo de sus excesivos 117 minutos. A través de sus cinco historias, esta película coral intenta transmitirnos todo el tiempo un profundo mensaje existencial: una voz en off se encarga de bajarnos línea mientras ante nuestros ojos se van sucediendo los edificantes episodios que buscan hacernos reír y llorar (como la vida misma).
Si fuera un libro de cuentos, aconsejaríamos leer sólo el primero (El héroe) y, después, dejar el volumen de lado. Porque es el único en el que cierta acidez y oscuridad compensan la empalagosa dulzura que impregna a toda la película. En él, un lucido Oscar Isaac interpreta a un hombre que está en una sesión de terapia intentando superar el final de su pareja.
Lo que se cuenta no es extraordinario, pero funciona porque el tono es juguetón. En el comienzo se activa un dispositivo que intenta emular el ingenio de un Charlie Kaufman, y durante el episodio se incluyen algunas reflexiones sobre el propio procedimiento narrativo, con un planteo sobre la cuestión del “narrador poco fiable” que amaga -sólo amaga- con ser interesante.
En esa búsqueda de sorpresa, también se usa y se abusa de un mecanismo temporal de cajas chinas, con flashbacks dentro de flashbacks. En esta sumatoria de recursos narrativos se nota que, antes que director (este es su segundo largometraje), Dan Fogelman es guionista (creador de la exitosa serie This Is Us, también escribió, por ejemplo, los guiones de Cars 1 y 2 y Loco y estúpido amor).
Luego, el humor y el espíritu lúdico van desapareciendo. La pirotecnia narrativa va apagándose: cuando caen los adornos, lo que queda a la vista es el contenido edulcorado, lacrimógeno y sensiblero de esas fábulas. Que se van encadenando, pero para que esos eslabones queden unidos -al fin y al cabo, es la historia de una familia-, se fuerzan coincidencias que cierren el círculo de los personajes. Una patología mundialmente conocida como Mal de la Coralidad.