Cuando quien les escribe cursaba la carrera de periodismo y crítica cinematográfica, tenía un profesor que no aprobaba el uso de la expresión “como la vida misma” en referencia al cine. A este docente le resultaba problemático el que se empleara ya que, en su concepción, el referirse a un film como una obra con elementos que la asemejan a la vida misma no hacía más que depositar contrariamente una diferenciación entre ambos. Entendiendo esta idea, el director Dan Fogelman crea un film donde el núcleo del mismo es sentir la experiencia de vida de sus personajes, haciéndolo a través de la evidencia del artificio narrativo del cine —y sin que ello impida la inmersión del espectador dentro de sus historias.
Fogelman se pasea entre tres historias ligadas entre sí: no hay una separación de las mismas sino que todas las historias en realidad son una sola. Marcando un engañoso tono de comicidad, el film comienza con la voz de Samuel L. Jackson como narrador de un relato que nos indica falsamente los personajes que seguiremos en esta historia y el tono de la misma. La comedia (lo irónico) está presente pero no es más que un mero escape, ya que cuando la tragedia se abre paso con la misma velocidad que un autobús atropella a uno de los personajes, es cuando el factor humor deviene en tristeza y depresión para los personajes y para el espectador —el director lo hace trasladando el concepto literario del narrador poco confiable al lenguaje cinematográfico.
Abby (Olivia Wilde) le dedica su tesis a la idea del narrador poco confiable. En ella formula un paralelismo con la experiencia de la vida, aludiendo a que, de su azar y sorpresas, surge su similitud con el famoso recurso narrativo. Siendo ésta la visión del director y el cálido corazón del film, La vida misma se sirve de tres historias de vida que ganan su fortaleza con el amor y el cariño con el que son retratados sus personajes. La historia de amor y pérdida entre Abby y Will (Oscar Isaac) concatena la serie de hechos que enlaza a éste, quizás el mejor de los tres arcos argumentales, con el de Dylan (Olivia Cooke), una joven que lidia con la muerte de sus padres a los que nunca conoció, mientras que del otro lado del continente se encuentra Javier (Sergio Peris-Mencheta), un humilde hombre español que quiere brindarle lo mejor a su hijo y su mujer Isabel (Laia Costa), aunque esto conlleve abandonarlos para dejarlos al cuidado amoroso y el bienestar económico de su jefe (Antonio Banderas).
Los logros del film se encuentran en la forma en que las historias se desarrollan y unen de manera armoniosa, con naturalidad. Incluso entran en juego distintos tiempos narrativos, como el uso desordenado de flashbacks o saltos en el tiempo que lejos de volver caótica la narración, logra que cada pieza a contar ocupe su lugar sin nunca resultar algo forzado. Lo que sí supone cierto problema es el hecho de que lo que comienza como una serie vivencias que no escatima en humor ni en la crudeza de sus tragedias, conforme se adentra uno en el film, pasa a descubrir un exceso de mensajes y relaciones por demás cursis que terminan edulcorando el tono del film.
La historia de Abby y Will, que funciona como disparador y como punto de unión del resto de sucesos y personajes, goza de un balance de los elementos mencionados, incluyendo el uso del narrador poco confiable como factor de humor y como engaño narrativo, para generar una sorpresa o fuerte reacción en el público. Esto se convierte en el núcleo del film gracias a la construcción que hace de sus personajes, la base de la que se sirve Fogelman para sostener las historias periféricas que nacen a partir de ella. Ese corazón del film lo mantiene vivo, si bien el mismo pierde fuerza en el uso melodramático, cuasi telenovelesco, con mensajes que solo están para explicitar lo que con otras historias o recursos el film ya se había encargado de hacer entender.
Así como el narrador poco confiable siembra dudas o confusiones en su manera de contar, Fogelman termina haciendo lo mismo con su film, no con el fin de engañar al espectador sino en la forma que escoge contar su historia, ya que la impresión de su subjetividad como autor hace que la focalización de la narrativa conserve su discurso central, pero alivianándolo con un cambio de visión en busca de una identidad más optimista que termina excediéndose de forma melosa. En definitiva, Fogelman brinda un film que logra disfrutarse en su totalidad pero que no mantiene el nivel de narración y encanto tragicómico de su comienzo, algo que en parte lo vuelve un director poco confiable.