Cuando los animales no se ven tan domésticos.
Como ocurre cada temporada, con el comienzo de las vacaciones de invierno las carteleras pierden gran parte de su limitada capacidad de variantes y se sobrecargan de oferta infantil. La vida secreta de las mascotas viene a ampliar el cupo para este tipo de películas en esta particular época del año, que hace un par de semanas comenzó con el estreno de la quinta entrega de La era de hielo. Copiando la fórmula de incluir un corto antes de la proyección principal, costumbre que los estudios Pixar rescataron de un pasado lejano, los estudios Universal, productores de este film, decidieron hacer lo propio. Para ello confiaron en la rápida popularidad que adquirieron los Minions, esos seres de naturaleza indeterminada con forma de garrafa de GNC, capaces de toda torpeza. Lo cierto es que la sobreexposición que han tenido estos personajes puede haber generado un poco de intolerancia hacia ellos y las ideas sobre las que gira este corto –un humor físico básico, muy de manual– no ayuda a que esa estima aumente. Y más aún, hace temer lo peor ante la película que comienza a continuación.
La historia de La vida secreta de las mascotas se desarrolla, claro, en un universo de animales domésticos, partiendo del recurso de meterse en un mundo no humano para ver como se comportan sus habitantes cuando están lejos de la presencia de las personas. Un disparador que también toman prestado de Pixar, directamente de su obra inaugural Toy Story. Acá lo que se cuenta es la historia de un perrito, Max, y la forma en que el vínculo idílico que tiene con su dueña, una fanática de rescatar animales sin hogar, se ve amenazado cuando ella se aparece con Duke, otro perro enorme y peludo con el que deberá aprender a compartir el reducido espacio del departamento neoyorkino en el que viven.
Lejos de los temores, La vida secreta de las mascotas supera por arriba el listón de convencionalismos del corto inicial. Y lo consigue sin necesidad de hacer que la película se vuelva ni atolondrada ni pretenciosa, con sobriedad y un correcto manejo de los recursos de la comedia. Sin dudas no se trata de un clásico instantáneo del género, pero si de un producto generoso y entretenido, que incluye momentos logrados aún cuando la originalidad tampoco sea lo que sobra.
El hecho de ambientar la película en Nueva York coloca al film en la línea de “El perro amarillo”, extraordinario relato del escritor estadounidense O’Henry acerca de un perro que vive en La Gran Manzana a principios del siglo XX y que está disconforme con el nombre empalagoso que le puso su dueña, una señora gorda que lo hace dormir en un rinconcito. La película juega con esa idea de que Nueva York es históricamente una ciudad de gente con mascotas, y se da el gusto de meterse con otras leyendas urbanas, como los cocodrilos y las tortugas que viven en las cloacas. Y también incluye a un conejito diabólico abandonado por un mago, quien comanda una pandilla de animales descastados que han jurado vengarse del género humano y de sus mascotas dóciles y serviles.