La gente tiene una vida que nosotros desconocemos, que no es la vida que le vemos llevar sino esa que no tiene una traducción en palabras o en imágenes concretas. Es la famosa vida interior, la vida poética de cualquiera. La vida de Jorge, por caso, ese muchacho alto, desgarbado, de anteojos, el de la audición de Cinemateca que enseñaba a ver películas por radio Capital, el que probaba los asientos de todas las salas de Cinemateca a ver cuál andaba flojo, y el que trabajó en Cinemateca desde los veinte años y que ahora que tiene cuarenta y cinco, desde el cierre de Cinemateca, anda como bola sin manija viendo qué hace con su vida. A veces la gente piensa que se queda sin vida mientras sigue viviendo. No hay nada más triste para uno que ver una cuadrilla de obreros desmantelando una sala de cine, y después llorar en el ómnibus sin podérsela aguantar mientras un energúmeno con anteojos negros parece mirarlo sin verlo. Se quedó como un caballo vacío de patas, tan inútil y quieto como un viento mutilado hoy en día. Ese mismo Jorge. Pobre Jorge.
A fuer de sinceros convengamos que el cine es algo tan inútil como el arte en general. Qué es el cine más que un montón de sombras a las que nuestra imaginación febril les encuentra anécdota y movimiento desde el patio de butacas, y que para colmo nos ceba los momentos de ocio con falsas inquietudes volviéndonos improductiva la vigilia. Además, lo único mensurable del cine como arte es su valor de mercado. No cuentan en absoluto lo pedagógico, lo mágico, lo ornamental, la visión del mundo o la sensibilidad de ninguna película. Por eso un museo, o por caso una cinemateca, si no tiene fines de lucro no es necesariamente imprescindible para la vida de nadie. En ese caso la vida de la gente se despacha con eficacia hacia otras cuestiones como respirar, comer, amar, dormir, despertarse, discurrir, reproducirse, alegrarse, entristecerse, morirse. Nada más ni nada menos. Soñar es parte del sueño, lo que implica que recordar lo soñado no alterará el rumbo de la vida porque nada en esos sueños remite a una realidad tangible, son apenas su deformación. Como recordar la vida con música de fondo, o si encontramos una escalera, bajarla bailando como algún bailarín que vimos en algún sitio, por ahí, y que solamente nosotros recordamos.
Probablemente ese sea el principal escollo para llevar una vida pragmática y ordenada: el recuerdo. Tanto embellecemos la memoria que a veces una película se escapa de la pantalla para transformarse en la columna vertebral de nuestras sensaciones. Y así es como la vida de la gente comienza a parecerse tanto a nuestra propia vida, y dejamos de reconocernos porque no hace falta, porque somos todos iguales. Y lo que resulta aún peor para el pragmatismo derrotado es descubrir que la gente es igual a nosotros, a cualquiera de nosotros, a uno mismo, en cualquier sitio del planeta. En algún momento del galope todos los caballos tienen los cascos en el aire como pegasos con las alas desplegadas, y las películas tienen la endemoniada habilidad de forjar no ya nuestros sueños sino mis propios recuerdos, porque el cine nos permite yuxtaponer todas nuestras realidades. En cualquier sitio del planeta vibran los vidrios del ómnibus y se baten las puertas hasta quedarse quietas y sin reflejarnos y se nos empañan los lentes con el calor de los ojos y se nos antoja que podríamos discutir el criterio de verdad en el aula magna de la facultad de derecho. Y en cualquier rincón podríamos volver a sonreír con una sonrisa parecida a la felicidad si nos aceptan la invitación a ir al cine a ver una película en blanco y negro. ¿Ustedes se acuerdan si sueñan en colores? Eso no importa tanto como achicar la distancia entre la infancia y la vida útil, la lejanía entre la inmensidad del deseo y nuestro pequeño lugar en el mundo. En Andes y 18 de Julio, por ejemplo, mientras me como una hamburguesa rumbo a un sitio que se parece a mi casa aunque esté en Montevideo.