La vida de uno mismo Norberto no llegó tarde al reparto del éxito; llegó apenas tarde, un matiz que lo obliga a tomarse un poco más de tiempo que los demás para alcanzar sus metas. Eso sí: llegó más tarde al reparto de la decisión, pero él se da cuenta del asunto y trabaja duro para ser un hombre más decidido cada día. Por ejemplo esa mañana cuando empieza a trabajar en la inmobiliaria y Javier, el encargado, le propone que vaya a un curso de afirmación personal, Norberto comprenderá que hay otras formas de ayudarse; y lo pondrá en práctica cuando vaya de rebote al Teatro Circular a ver una obra de teatro con Silvia, su mujer, y sus amigos Ernesto y Tevenet y las mujeres de sus amigos, porque no quedaban entradas en el cine de enfrente, y cuando todos se quieran ir en el intervalo porque están aburridos él decida quedarse hasta el final. Algo ha descubierto durante la función, algo que lo motiva a volver y a anotarse en el curso de teatro que dicta Rafael. Así es que cuando los viejos del departamento que le endosaron para alquilar (un clavo lleno de fotos y el cuadrito de un chiquilín presuntuoso a falta del gurisito que llora) recurre al auxilio de Ernesto para que finja interés en alquilar la propiedad, le haga pagar el anticipo y lo ayude a ganar tiempo para que los viejos puedan festejar sus sesenta años de casados en ese lugar, y también la comisión a falta de sueldo fijo. Pero Silvia se fue unos días a casa de Laura; Norberto le dijo que renunció a la aerolínea donde antes trabajaba cuando en realidad lo habían echado, y, negligente, se olvidó el espermograma en la guantera del coche; y cuando Norberto la invite para que vaya a verlo a la muestra de cierre del primer trimestre del curso de teatro (será Shamráev, el capataz de la estancia de Irina Arkádina, la vieja actriz aburrida de La gaviota, de Anton Chejov), Silvia ya estará más lejos de lo que la esconde la persiana del departamento. Y al fin y al cabo Norberto pensará que la desilusión no es tan importante: Nelba está allí para salvarlo, o esa compañera de elenco, la de los ojos asombrados. NORBERTO APENAS TARDE es una gran película pequeña. Tiene una historia para contar, la historia de Norberto, un hombre poco importante, tan neurótico como cualquiera, que nunca acierta a desactivar correctamente la alarma del auto, y que pendula entre la conmiseración y la rabia aunque nunca se vaya a los extremos. Es una película filmada sin alardes ni virtuosismos y que tiene el ojo muy atento a los detalles en los rincones del cuadro y el oído presto a ciertos volúmenes del audio, y que utiliza algo que aunque no cayó en desuso cada vez se le presta menos atención: NORBERTO APENAS TARDE tiene un gran guión, un guión cuya estructura redimensiona constantemente las situaciones y profundiza los personajes hasta que les conocemos a todos cada una de sus mañas. Porque NORBERTO APENAS TARDE es una película que hace de la contradicción su mayor virtuosismo, pues se permite ser graciosa en sus momentos dramáticos y ser dramática en sus momentos graciosos; y si logra que el guión brille es también porque Daniel Hendler, su director, uno de los mejores actores de su generación, es mucho más que generoso dirigiendo a sus pares. Cada personaje tiene su gran momento, y si al salir del cine recordamos a la Silvia de Eugenia Guerty, al Javier de César Troncoso o a la Nelba de Silvina Sabater (esa compañera de la oficina que es una señora mayor por la mañana y una mujer hermosa por la noche) es porque Hendler supo medir en cada uno el alcance de su intensidad. Y como suele suceder en esta clase de retratos (y para no salir de Uruguay baste el ejemplo de Adrián Biniez y Horacio Camandulle, director y actor de Gigante) Hendler comparte el triunfo de su película con Fernando Amaral, el único Norberto posible. Hablando de Uruguay, durante un viaje en ferry a Colonia, Boris, el protagonista de Un mundo misterioso, escucha en un spot publicitario sobre el Uruguay que el Uruguay es uno de los países con una de las democracias más estables de toda América del Sur. A lo mejor esté equivocada esta apreciación que vamos a formular, pero a la luz de La vida útil (el otro ejemplo uruguayo de la Competencia Internacional de este año), es dable pensar que cuando lo colectivo está medianamente resuelto es lógico que en el cine se empiece a reflexionar sobre uno mismo y se saquen algunas conclusiones de provecho para todos.
Un padre que es más niño que sus hijos de ocho años pone aún más en peligro la disfuncionalmente endeble estructura familiar de las grandes ciudades estadounidenses. Aunque la mirada no está excenta de simpatía y en muchos momentos todos los personajes resultan adorables, GO GET SOME ROSEMARY se recuesta en su recurso narrativo principal (una inmejorable desprolijidad estética) y a veces se duerme profundamente. Pero el final desolador agita el pulso y obliga a pensar de otra manera todo lo que hemos visto, como si Lenny de repente hubiera querido ponerse a mirar la película que proyecta y descubriera otra luminancia en las imágenes. Una sorpresa, amarga.
THE ROBBER podría ser la versión inmoral de El carterista (Pickpocket, Robert Bresson, 1959), la respuesta lacónica y nihilista a El mundo frente a mí (The loneliness of the long distance runner, Tony Richardson, 1962), o la vuelta de tuerca política a Duro de matar (Die hard, John McTiernan, 1988). Porque además de ser un índice de las contradicciones de la Unión Europea, THE ROBBER es un gran entretenimiento con un villano heroico y desmesuradamente hombre. Frente a la deshumanización del sistema Johann Rettenberg decide ponerlo en marcha de manera unilateral. Es lógico que no será suficiente: los planos generales de Benjamin Heisenberg, con un ladrón armado y portando una máscara neutra, apenas si conmueven a un alrededor que solamente gira para mirar de soslayo el movimiento de un desesperado corredor de larga distancia. En esos planos generales queda claro que el sistema, más tarde o más temprano, le quitará el aliento a Rettenberg. Una película impecable y que se sabe testigo presencial de su tiempo.
La gente tiene una vida que nosotros desconocemos, que no es la vida que le vemos llevar sino esa que no tiene una traducción en palabras o en imágenes concretas. Es la famosa vida interior, la vida poética de cualquiera. La vida de Jorge, por caso, ese muchacho alto, desgarbado, de anteojos, el de la audición de Cinemateca que enseñaba a ver películas por radio Capital, el que probaba los asientos de todas las salas de Cinemateca a ver cuál andaba flojo, y el que trabajó en Cinemateca desde los veinte años y que ahora que tiene cuarenta y cinco, desde el cierre de Cinemateca, anda como bola sin manija viendo qué hace con su vida. A veces la gente piensa que se queda sin vida mientras sigue viviendo. No hay nada más triste para uno que ver una cuadrilla de obreros desmantelando una sala de cine, y después llorar en el ómnibus sin podérsela aguantar mientras un energúmeno con anteojos negros parece mirarlo sin verlo. Se quedó como un caballo vacío de patas, tan inútil y quieto como un viento mutilado hoy en día. Ese mismo Jorge. Pobre Jorge. A fuer de sinceros convengamos que el cine es algo tan inútil como el arte en general. Qué es el cine más que un montón de sombras a las que nuestra imaginación febril les encuentra anécdota y movimiento desde el patio de butacas, y que para colmo nos ceba los momentos de ocio con falsas inquietudes volviéndonos improductiva la vigilia. Además, lo único mensurable del cine como arte es su valor de mercado. No cuentan en absoluto lo pedagógico, lo mágico, lo ornamental, la visión del mundo o la sensibilidad de ninguna película. Por eso un museo, o por caso una cinemateca, si no tiene fines de lucro no es necesariamente imprescindible para la vida de nadie. En ese caso la vida de la gente se despacha con eficacia hacia otras cuestiones como respirar, comer, amar, dormir, despertarse, discurrir, reproducirse, alegrarse, entristecerse, morirse. Nada más ni nada menos. Soñar es parte del sueño, lo que implica que recordar lo soñado no alterará el rumbo de la vida porque nada en esos sueños remite a una realidad tangible, son apenas su deformación. Como recordar la vida con música de fondo, o si encontramos una escalera, bajarla bailando como algún bailarín que vimos en algún sitio, por ahí, y que solamente nosotros recordamos. Probablemente ese sea el principal escollo para llevar una vida pragmática y ordenada: el recuerdo. Tanto embellecemos la memoria que a veces una película se escapa de la pantalla para transformarse en la columna vertebral de nuestras sensaciones. Y así es como la vida de la gente comienza a parecerse tanto a nuestra propia vida, y dejamos de reconocernos porque no hace falta, porque somos todos iguales. Y lo que resulta aún peor para el pragmatismo derrotado es descubrir que la gente es igual a nosotros, a cualquiera de nosotros, a uno mismo, en cualquier sitio del planeta. En algún momento del galope todos los caballos tienen los cascos en el aire como pegasos con las alas desplegadas, y las películas tienen la endemoniada habilidad de forjar no ya nuestros sueños sino mis propios recuerdos, porque el cine nos permite yuxtaponer todas nuestras realidades. En cualquier sitio del planeta vibran los vidrios del ómnibus y se baten las puertas hasta quedarse quietas y sin reflejarnos y se nos empañan los lentes con el calor de los ojos y se nos antoja que podríamos discutir el criterio de verdad en el aula magna de la facultad de derecho. Y en cualquier rincón podríamos volver a sonreír con una sonrisa parecida a la felicidad si nos aceptan la invitación a ir al cine a ver una película en blanco y negro. ¿Ustedes se acuerdan si sueñan en colores? Eso no importa tanto como achicar la distancia entre la infancia y la vida útil, la lejanía entre la inmensidad del deseo y nuestro pequeño lugar en el mundo. En Andes y 18 de Julio, por ejemplo, mientras me como una hamburguesa rumbo a un sitio que se parece a mi casa aunque esté en Montevideo.
UNOS MINUTOS, UN RATO, UN TIEMPO Ana le pide un tiempo a Boris porque la relación ya parece un diario viejo. Cuánto es un tiempo. Un minuto, un día, diez años… Un tiempo. Eso es lo que es. Y es justamente lo que se suspende entre Boris y los días: el tiempo. Todo da lo mismo, que sea lo que sea, besar a otra mujer mecánicamente o comprarse un auto extraído de la memorabilia soviética, viajar en colectivo o a través del Río de la Plata, ir al casino con una desconocida o escuchar a Gardel cantando en francés, comprarse un manual de atletismo o un libro de Truman Capote o Capoche como se pronuncia en portugués, reencontrarse con los compañeros del secundario o fumarse un porro. No hay tiempo cuando uno se toma un tiempo; uno se imagina la muerte pero la muerte está suspendida. Y descubre que el mundo es misterioso y diferente para los otros, para el mecánico de la otra cuadra por ejemplo, un tipo que tiene tiempo y no lo derrocha. Y si bien UN MUNDO MISTERIOSO se mira con tedio nunca ese tedio es gratuito. A medida que avance el relato se irá descubriendo que esos planos largos, fijos, exactos, esconden una emoción que Boris no se permite, o que quizás no le enseñaron a sentir o a vivir, tal vez porque nadie tiene tiempo suficiente para vivir como quiere, como debe, o como puede. Una película destinada a crecer en la memoria, con un festejo de extraordinaria sobriedad a cargo del protagonista excluyente, Esteban Bigliardi, y de un gran actor llamado Germán de Silva.
¿Quién no tuvo un verano plomazo en su vida? ¿Quién no perdió a su novia, a sus amigos, las ganas de estar en la playa o de vivir aventuras cuando descubre que el sitio de esas aventuras es más aburrido que estar en casa? Es que los veranos plomazos son los veranos de la adolescencia, esos en los que algo cambia para definitivamente quedar atrás. Zach Weintraub observa aquí ese tema y apenas si lo enuncia, queriendo ser consecuente con las sensaciones más que con la posible historia. Aunque no lo logra del todo uno de sus grandes méritos está en el encuadre y la fotografía en blanco y negro de Nandan Rao , que consigue transmitirle al espectador esos bordes difusos en los que la nostalgia le gana al recuerdo.
La película comienza donde otras usualmente terminan: las dos amigas conversan en la montaña, de espaldas a cámara, charlando de sus cosas, lejos del mundo, en plano entero con las montañas de fondo y la imagen de las chicas en foco rabioso, una bellísima vista de pasmosa confianza. El final es en el bosque, a ras del suelo, con las amigas de frente a cámara en plano general, interferidas por algunas ramas o algunos troncos, con foco tibio y con cierta inseguridad en los bordes del cuadro. El final perfecto a una historia breve, interior, diáfana en sus objetivos y donde lo técnico no es lo importante porque se subordina al relato. Delfina Castagnino no hizo cine de mujeres con LO QUE MÁS QUIERO, hizo cine femenino, y lo demuestra a través de la tersura de su mirada, la complejidad de su puesta de cámara y la consecuencia con sus personajes. Una película sobre la madurez que emociona cuando decantan esas imágenes de Bariloche en verano y recordamos el dolor en los ojos de Pilar Gamboa y la infinidad de matices en el cuerpo de la estupenda María Villar.
Ajami es un barrio de Jaffa, al sur de Tel Aviv, sitio poblado por árabes musulmanes, cristianos, judíos observantes e israelitas ecuménicos. Hay tensión, hay odio, y el amor se ocuta y se teme; la vida no tiene valor y en esa lucha por el poder da lo mismo ser culpable que inocente. Si, claro, todo esto que dijimos recién es un pequeño sumario de lugares comunes de los que AJAMI escapa pero sin salir indemne. En el metraje de AJAMI (largo metraje) la tirantez está puesta en el texto y sus anécdotas pero no tanto en la realización y el montaje, de pasmosa seguridad técnica que no siempre está al servicio de las necesidades narrativas. Es posible que la estructura del guión sea más potente que su diseño audiovisual, tal vez por eso de pretender hacer política y no denuncia. Si marcamos esto como un defecto se debe a que los personajes principales tienen entre 10 y 19 años y no alcanzan a medir o comprender la dimensión de sus actos; quizás la desprolijidad en la imagen hubiera contribuido a darle una visceralidad que en balance final AJAMI no tiene. Y esa desprolijidad visual ausente oculta al verdadero protagonista de la película de Copti y Shani: el tiempo. La importancia de un reloj de bolsillo, tanto como representación del tiempo escindido como también del tiempo que corre y no avanza, se descubre cuando AJAMI cierra con una tranquilizadora y previsible dureza sin haberse abismado nunca en suelos movedizos.
Santiago Loza colaboró en el guión de La risa, la película de Iván Fund, e Iván Fund fue colaborador artístico de Rosa Patria, el documental sobre Néstor Perlongher que presentara Loza en 2009. Líneas, aristas, ángulos del trabajo de cada uno se cruzan y se complementan, por lo que es absolutamente lógico que codirigieran LOS LABIOS y produjeran una de las películas argentinas que mejor se acerca al interior del país, además de llevar en sus imágenes una austera poesía donde no tienen espacio los reclamos altisonantes. En LOS LABIOS tres mujeres dedicadas a la salud y a la asistencia social, trabajan en un paraje donde la pobreza no es sinónimo de indignidad, y trabajan para esa gente quizás dejándose a un lado a ellas mismas, metiendo el cuerpo en el barro si es necesario para sacar algo en limpio. Si La risa era una película notable por su estudio sobre la juventud en la Argentina actual, y las películas de Loza pequeños retratos del mundo interior de ciertos seres, LOS LABIOS conjuga lo mejor de ambos (la observación de caracteres de Loza y el depurado oficio de cámara de Fund) y redondea, si no la mejor, una de las mejores apuestas del cine nacional en esta edición del BAFICI.
Polvo, quizás De acuerdo a lo que plantea la escuela pitagórica, el número es la clave de todas las cosas. Por ejemplo cuatro son los lados del cuadrado y cuatro serían las estaciones del alma; esto es parte de la proporción universal. Las estaciones del alma, entonces, pasarían de un hombre a un animal, de un animal a un vegetal y de un vegetal a un mineral. En la época de la escuela pitagórica, allá por el 525 antes de Cristo, la rigurosidad esotérica era firmemente disciplinaria y aunque se aceptaban hombres y mujeres y distintas religiones y diferentes razas, los no iniciados no podían recibir conocimientos. En esa armonía, y en el sur de Italia (donde en esa época pretérita tuvo su sede una de las escuelas pitagóricas), en la Calabria de estos tiempos pongamos por caso, las cosas no tendrían por qué ser diferentes. Si un pastor de cabras se muere su alma bien podría migrar hacia una cabra recién nacida; y si la cabra infante se pierde del rebaño y se esconde bajo un árbol la noche previa a la primera gran nevada del invierno y muere, su alma pasará a la savia de ese árbol; y si el árbol es talado para una fiesta popular y luego transformado en leña, esa leña podría llevarse a un horno de leña que la transformara en carbón, o en humo; y ese humo saldrá por la chimenea de un casa cuando el carbón se consuma en un hogar, y así llegará a otro hombre, y así volverá a empezar. El misterio de la vida convierte cada jornada en un día de estudio, jornadas que irán dejando atrás la sensación de aprendices cuando hayamos madurado. Esto es así en la escuela pitagórica y en la vida diaria, y también en LE QUATTRO VOLTE, la película de Michelangelo Frammartino que sin palabras nos trasmite una concreta certidumbre. Un viejo pastor de cabras tiene tos, una tos seca que quiere curar con una medicina que alguien le ha preparado y le guarda en un cartucho hecho con una página de revista. Pero la noche anterior a esa mañana, la mañana de su muerte, el pastor descubre que se le acabó la medicina y corre a buscarla a la iglesia. Esa mañana, la mañana de su muerte, las cabras están en el corral y el perro Vuk, que cuida al rebaño del viejo, le ladra a cuanto peregrino pasa y hasta al Cristo que carga la cruz y que anduvo ensayando la Pasión un día antes en el mismo sitio, frente a la casa del viejo pastor de cabras. Y un monaguillo quedó retrasado de todos los demás, y le tiene miedo a los perros, y Vuk le toma el tiempo y no lo deja pasar a puro ladrido; y el chico intenta seguir su rumbo, pero Vuk lo enfrenta, y el chico empieza a tirarle cosas, ramas, piedras, y Vuk las atrapa pero le sigue haciendo frente, hasta que Vuk se equivoca de piedra y saca un medio ladrillo que frena la rueda trasera de una camioneta, y la camioneta recula por la lomita, choca la puerta del corral, las cabras se escapan al camino, Vuk se esconde tras los arbustos, al monaguillo lo encuentran los de la procesión y el viejo exhala su último suspiro en la habitación de su casa, estrecha escalera arriba. En LE QUATTRO VOLTE todo tiene un aire de comedia muda, de drama introspectivo, de divulgación científica o de poema visual. LE QUATTRO VOLTE, en esa secuencia magistral que transcribimos desde la memoria, secuencia rodada en un plano general con apenas algunos movimientos de cámara a derecha e izquierda y en la que el tiempo real se suspende en la vorágine de la percepción, desafía los dogmas de cualquier género y le devuelve al cine su esencia vital: ser una experiencia de empirismo audiovisual y no una construcción de bordes pulidos. Porque LE QUATTRO VOLTE se vuelve gozosa cuando el espectador descubre que detrás del magnífico fenómeno de feria que es el cine hay un hálito imperecedero, como el polvo que bailotea en la luz. Una imagen imborrable: el polvo bailotea en la luz, un haz de luz brillante que atraviesa un espacio que en principio no atinamos a descubrir. Luego sabremos que es una iglesia. Una mujer barre la nave central de la iglesia del pueblo. Más allá, el pastor de cabras espera que la mujer termine de trabajar, de juntar el polvo del suelo. Después, en una salita, el viejo pastor le dará una botella con la leche de la cabra que ha ordeñado un rato antes, al principio de la mañana. Y la mujer, que ha dejado la pala con el polvo sobre una mesa, hará un cartucho con una hoja de revista y rezará una oración al polvo que separa del resto del polvo. Y esa imagen que nombrábamos recién cobra otra dimensión cuando nos ponemos a pensar que, más allá de cualquier esoterismo, superchería, magia o naturaleza, quizás no seamos más que polvo, y que solo nosotros somos capaces de sanarnos, de conmovernos con el arte, o de comprender que la oscuridad es otra forma de luz.