Salir del cine
Aunque algunos sostienen, o suponen, que este film en torno al cierre de un cineclub es un homenaje al cine, se trata, en realidad, de algo más ambiguo y oscuro.
El primer tramo recorre situaciones que los cinéfilos conocemos muy bien: proyecciones con más buenas intenciones que público, didácticos programas de radio sobre la especialidad, un realizador lamentándose por la mala proyección de su película, un proyectorista dejando su vida en esa vocación. Pero Federico Veiroj (1976, Montevideo, Uruguay) no reviste esos hechos de dulzura o de nostalgia: todo luce lóbrego, triste y anacrónico, desde los solemnes textos grabados y reproducidos antes de cada función, hasta la manera con la que se alecciona desde la radio y las charlas en torno a la decadencia de la institución. Incluso los cineastas a los que se hace referencia en esas primeras escenas son Sergei Eisenstein (1898/1948) y Manoel de Oliveira (1908): nadie duda de la persistente modernidad de la obra del maestro ruso o de la jovialidad del centenario realizador portugués, pero parece haber allí (así como en los DVD que acopian en el cineclub y cuyas portadas pueden apreciarse en algunos momentos) una idea algo cerrada o poco actualizada del cine que vale.
No hay calidez en ese refugio, ni siquiera en las conversaciones entre quienes lo llevan dificultosamente adelante, que discuten con más resignación y abulia que sincera preocupación.
En esa primera parte de la película va recortándose la figura de Jorge, uno de los empleados. Veiroj emplea, apenas, alguna llamada telefónica y la conversación casual con una mujer antes y después de una proyección para dar a entender cómo es la vida de este personaje. El cierre de la cinemateca será para Jorge, indudablemente, motivo de tristeza, pero también significará una suerte de liberación. Estando solo en el baño, escuchar por la claraboya el ruido de un avión parece recordarle que hay vida allá afuera, y así se larga a la calle, desorientado pero decidido.
En ese paso hacia adelante hay sólo una escena triste –en la que se ve al grandote lagrimeando mientras viaja en colectivo– pero, junto a su pena y su sensación de extravío, aflora la necesidad de intentar otras cosas, quizás de poner en práctica lo que hasta entonces vivió sólo a través de las películas. De la oscuridad sale a la luz, de la seguridad incómoda de ese encierro a la zozobra de la libertad.
Con algo de Monsieur Hulot o de los personajes de Martín Rejtman, Jorge nunca a llega a ser demasiado patético ni ridículo, deambulando zigzagueante en busca de algo nuevo, permitiéndose disfrutar la sensualidad de un masaje en una peluquería o dándose permiso para unos pasos de baile en una escalinata.
La vida útil evita el recurso de intercalar escenas de películas pero recurre a música y sonidos de viejas proyecciones para sugerir que conforman la banda sonora de la vida de Jorge. De una parquedad y mansedumbre típicamente uruguayas (a lo que contribuye la fotografía en blanco y negro), infiltrada por líneas de un humor muy sutil, dirigida con puntillosidad, es una película modesta en apariencia pero fértil en sus entrelíneas. Si no alcanza mayor fuerza es porque ocasionalmente el relato parece estancarse (la alocución de Martínez Del Carril en la radio), porque interpretando al protagonista el crítico Jorge Jellinek acierta en lo físico y lo gestual pero resulta inexpresivo al hablar (como lo demuestra la inconvicción con la que comparte sus reflexiones sobre la mentira frente a estáticos alumnos universitarios) y por cierto amateurismo que aflora a veces, por ejemplo en la inclusión de una canción completa de Leo Masliah para agregar sentido a una secuencia de la película.
Curiosamente, aunque cuenta una historia exteriormente pequeña y simple que transcurre casi con desgano, La vida útil estimula la discusión y despierta reflexiones en quien esté dispuesto a descubrir la agudeza de sus planteos. Su título, por ejemplo: puede referirse a la perecedera existencia de estimables instituciones como la cinemateca en cuestión, pero también a la conveniencia de vivir sin dejarse aprisionar por la sombría seducción de una sala de cine.