Esa otra caverna de Platón
La historia de un empleado de una cinemateca que se enfrenta al mal momento de la institución es el anti Cinema Paradiso que el cine estuvo esperando, porque no llora la muerte de una época, sino que salta sobre ella con un pasito de tap dance.
¿Habrá terminado acaso el tiempo en que la difusión cinematográfica se encaraba como un acto de entrega al otro, al cine? ¿Habrá cumplido esa forma de transmisión su vida útil? Si es así, ¿qué hacer? Son preguntas que el uruguayo Federico Veiroj se hace en La vida útil. Por suerte, nunca lo hace de modo explícito, o teórico o programático, sino en forma de comedia melanco que muta a fábula yorugua. Surgida de Cine en Construcción –programa de apoyo a la finalización de films latinoamericanos, que llevan adelante los festivales de San Sebastián y Toulouse–, presentada, desde fines del año pasado, en gran cantidad de eventos internacionales (desde Toronto al Bafici, donde ganó premios, pasando por el propio San Sebastián) y estrenada a comienzos de este año en Estados Unidos, la segunda película de Veiroj –la primera, Acné, también se exhibe hoy en la misma sala– se estrena en la Argentina donde debía: en la Lugones, equivalente exitoso de la acorralada cinemateca en la que La vida útil tiene lugar.
Nacido en Montevideo hace 35 años, Veiroj trabajó un tiempo en Cinemateca Uruguaya, bastión del voluntarismo bien entendido al que en la primera parte de La vida útil rinde homenaje. Esto es: en la primera media hora. Apenas 67 minutos –modelo de economía narrativa– le bastan a Veiroj para abrir, desarrollar, hacer crecer y rematar la historia. Son 67 minutos, blanco y negro, cuadro en formato 1 x 1:33: ser hablada es lo único que diferencia a La vida útil de una película muda. De hecho, la ingenuidad y nobleza del protagonista evocan desde Keaton hasta los melodramas de Griffith o Murnau. Serio, grandote, con raya al costado y las mangas del saco medio cortas, a Jorge lo encarna el crítico de cine Jorge Jellinek, en la primera de las muchas correspondencias entre la ficción y la realidad. La segunda es que la Cinemateca de La vida útil se corresponde, sin un solo retoque de decoración, con la sede central de Cinemateca Uruguaya. La tercera, que a Martínez, director y hombre orquesta de esta cinemateca (organiza ciclos, proyecta, hace las cuentas, lee los subtítulos de las películas mudas), lo encarna Manuel Martínez Carril, que en la vida real desempeña exactamente las mismas funciones.
Hombre orquesta es también Jorge, que se reparte con Martínez las películas de un ciclo de cine islandés (“Rasmussen para vos, Kormakur para mí”), revisa números que no cierran, asiste a las reuniones de comisión directiva, presenta las proyecciones, graba mensajes (¡en un grabador tipo Geloso!), almuerza mientras proyecta y hasta repara butacas medio desvencijadas. Un cartel inicial aclara que la cinemateca de La vida útil no es Cinemateca Uruguaya, seguramente para no dar la idea de que ésta está al borde de la quiebra, pero la verdad es que ambas se parecen muchísimo. No sólo por cuestiones de formato o economía narrativa la película de Veiroj evoca al cine mudo, sino también por su rigor expositivo, su atención al detalle, su pureza visual. En la primera escena, Jorge y Martínez se miran, serios y callados, después de que una secretaria les alcanza un papelito. Ya se verá qué dice ese papelito, y qué consecuencias trae. Mientras hace pis en el baño, Jorge levanta la cabeza y mira la claraboya, detrás de la cual se adivina, por sombras que se mueven, la calle. Todo evoca la ventana del proyector, la pantalla, las sombras del cine. O la caverna de Platón, a la que el cine se parece tanto.
Llena de una caballerosidad como de otra época, gente parca y solitaria, fraseos una octava más abajo, sensación de caída inminente y humor compensatorio, la primera parte de La vida útil es tan uruguaya como podrían serlo Whisky, Zitarrosa, el Enzo o Víctor Hugo. “Cuánta distancia, ahora”, canta Leo Masliah en la banda de sonido. Ante el exceso de tristeza, la segunda parte propone como conjuro el escape del cuento de hadas, con el cine señalando el camino. Habrá que comportarse como un héroe, como un cowboy, como un bailarín de musical, encarnando lo que hasta entonces era oficio, estudio, vicio solitario. Haciéndose fuerte en la modestia de su 1 x 1:33, La vida útil es, en suma, el anti Cinema Paradiso que durante el último cuarto de siglo el cine estuvo esperando: una película que en lugar de llorar la muerte de una época salte sobre ella, con un pasito de tap dance.