Dulce y melancólico
Filme sobre un cinéfilo a punto de perder su trabajo.
Sí: en La vida útil (gran título para una gran película) predominan los personajes antiheroicos -tiernos y melancólicos- y el tono agridulce uruguayo. El humor sutil y, a la vez, la elegía: al cine en sala en 35 milímetros. También, la nostalgia montevideana, que se filtra por cada uno de los planos en blanco y negro, o en gris, sobre todo. Y sin embargo, a contramano de las suposiciones, al final del segundo largo de Federico Veiroj ( Acné ) uno siente un sedimento de alivio, de optimismo o, mejor, de felicidad. El que deja el buen cine. Ayer, hoy, siempre.
La primera parte nos muestra, con precisión y economía narrativa, a Jorge, empleado de una Cinemateca Uruguaya en incesante decadencia (se aclara que ficcional). Jorge, interpretado por el crítico uruguayo Jorge Jellinek, ideal para este papel, podría ser un burócrata. Pero no. Es un cinéfilo pertinaz que vive por y para la institución: para su pasión. El, que vive con sus padres, y lleva 25 años en ese trabajo, no está atrapado en una maquinaria kafkiana sino en un útero protector, en un placer rutinario que está llegando a su fin.
Jorge es un tipo solemne, absolutamente tenaz y querible, involuntariamente gracioso. En una atmósfera cada vez más anacrónica, lo vemos debatiendo sobre viejos proyectores, haciendo un programa de radio, arreglando butacas e intentado seducir, con ineficacia, a una espectadora. En contraposición con su disfrutable aunque solitaria vida, el fantasma del cierre de la Cinemateca sobrevuela sobre él.
Cuando el instante temido y tal vez negado llega, Veiroj provoca un quiebre notable. En principio, a través del sonido y la música: de la propicia canción Los caballos perdidos , de Leo Masliah. Después, a través de una variación de las conductas de su personaje y del estilo de la película, cuyo naturalismo deja paso a un delicado eclecticismo. Forma, tono y personaje -que debe salir a la calle y parece perdido, como un recién nacido, entre los ruidos y movimientos urbanos- se modifican en armonía y libertad, con absoluta justificación y lógica cinematográficas.
En cambio de optar por la lacrimógena nostálgia de otros filmes sobre mundos en mutación, Veiroj elige un camino de rara y módica luminosidad. Luminosidad que no es demagógica ni lineal. Y que se apoya en un homenaje al viejo cine, sobre todo en el aspecto formal: la fotografía, la música y otros rubros están utilizados a la perfección. Y tienen sentido: Jorge intenta que al final de su vida útil en la Cinemateca, su vida siga siendo útil en general. Pero su percepción, su subjetividad, su prisma para observar el mundo están teñidos por el cine que vio. Si en la primera parte lo veíamos desde afuera, en la segunda adoptamos su catártico, dichoso punto de vista.