Animales estéticos
Es un buen año. Hay muy buenas películas. Las dos secciones que tengo a mi cargo, Vitrina y Argentina Deluxe, están teniendo muy buena acogida. Tengo buena respuesta del público. El problema, como suele ocurrir en muchos festivales, es advertir en dónde están las grandes películas, casi siempre ocultas, ignorada por la prensa de Hamburgo, distraída como siempre en las estrellas de cine, el glamour, la estupidez insípida de las alfombras rojas. Todo pasa, al menos por aquí, por sacarle una foto al Sr. Akin y a la bella Franka Potente, quien hoy firmaba autógrafos sin interrupciones, con cierto gesto entre dulce y automático.
Estoy convencido: unas de las grandes películas del año es La vida útil, la segunda película de Federico Veiroj, el director de Acné. Se trata de un salto cualitativo en su carrera. Después de su primera y correcta opera prima, llega esta película insólita que no se parece a nada. Es un film libre, cinéfilo, feliz, triste, bohemio, fino, inclasificable. No tiene ni un plano de más, y su relato fluye como pocos. Podrá ser tildado de film menor, pero se trata de una breve y secreta obra maestra, una película que destila un amor infinito por el cine, hasta el punto de confundir el cine con la vida. (Aquí sí se logra aquello que torpemente retrato Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo). Y no es un film concesivo y liviano, pues no deja de mostrar el carácter contingente y deleznable de la sala de cine.
Todo empieza con una advertencia sobre el carácter ficcional del film, incluyendo el retrato de de uno de sus personajes centrales: Cinemateca. Es bellísimo observar cómo todos los personajes jamás utilizan un artículo para mencionarla. No es la cinemateca de Montevideo. Solamente dicen Cinemateca, como si tratara de una deidad antiquísima. Con esa advertencia y tras una lista enorme de agradecimientos, empieza a sonar una de las cuatro obras del compositor uruguayo Eduardo Fabini, fragmentos musicales de un esplendor ostensible que acompañarán en distintos momentos del relato. Una decisión perfecta, porque la música de Fabini también parece salida de un universo paralelo, en el que rige la hermosura y el encantamiento. Se leen todos los títulos y arranca la película.
Los primeros 30 minutos están dedicados exclusivamente a Cinemateca. Se ve el edificio, la sala, las puertas de acceso, la boletería, el depósito, el baño, los videos, las oficinas, los empleados. En un principio, Jorge (interpretado por el crítico cinematográfico Jorge Jelinek, la gran revelación del año), una suerte de programador todo terreno, y el director de Cinemateca, Martínez (interpretado por el mismísimo Martínez, director de la institución), se reparten unas películas llegadas en DVD desde Islandia. Pero no todo es trabajo. Desde el inicio se intuye un quejido, un animal agoniza. El parte de guerra, o el diagnóstico es contundente: la institución debe muchos meses de alquiler, y el embargo y el cierre son destinos previsibles.
Más que una institución se trata de un organismo viviente en peligro, y quienes son las células vivas de Cinemateca intentan aún mantener la respiración de ese animal colector de imágenes. Los pedidos de auxilio son frecuentes: una letanía reiterada suena en el programa de radio, la misma invocación que se oye antes de que empiecen las proyecciones. No es casual que en Cinemateca estén ofreciendo un ciclo del nuevo cine uruguayo y una retrospectiva dedicada a Manoel De Oliveira. Quizás el cine de la Banda Oriental experimenta un renacimiento lento, y a su vez, el hogar cinéfilo en donde muchos de esos cineastas se han formado esté en peligro. Que el otro elegido sea el cineasta más viejo en actividad insinúa algo más que una preferencia estética y un canon cinematográfico definido: una práctica del cine, una modalidad de cinefilia comunal está en vías de extinción. En efecto, la cinemateca del futuro no estará en ninguna parte y estará en todos lados al mismo tiempo. Su vida después de la muerte reside en Internet.
Una reunión con una fundación que sostiene económicamente a Cinemateca decreta su muerte. Es el final, o es también el inicio de otra vida para el propio Jorge. Hay un instante sublime, pero no del todo expuesto. Lo que importa no se debe mostrar del todo. Confirmado el inminente deceso de Cinemateca, Jorge va al baño. Por un pequeño respiradero rectangular luminoso del baño se alcanza a colar el sonido de un avión. Es una escena aparentemente de transición, mera naturaleza muerta que nada suma al relato. Y sin embargo, precisamente allí, es que estamos frente a un génesis, o quizás también cara a cara ante un fenómeno casi espiritista: el alma de la Cinemateca se transfigura al cuerpo de Jorge. Dejará de ser quien habla de cine, quien programa e introduce películas para convertirse él mismo en una materia viviente de celuloide. Es un devenir imperceptible, que se anuncia luego con una canción completa de Leo Masliah, cuya letra anuncia tanto un agotamiento como una derrota digna, aunque Jorge también tomará una llave escondida de una caja de VHS (Vivir, de Kurosawa) que denota una decisión legítima. Así, subirá a un colectivo, paulatinamente enfocará su visión y empezará otra película, otra vida.
El día de Jorge acabará en la universidad de Derecho. Dará un extraño monólogo sobre la mentira haciéndose pasar por un profesor suplente ante unos alumnos perplejos mientras espera a su enamorada. La invitará al cine. Antes ya se había cortado el pelo, arrojado una moneda en una fuente en el que nadaba un pez enorme y bailado en la escalera de la facultad como si su vida estuviera sincronizado con un musical de Minelli.
En un pasaje inicial, Martínez explica la pertinencia de la forma cinematográfica a la hora de mirar cine. No se trata meramente de contar historias; la composición de un plano ya implica una disposición de los objetos y sujetos en el espacio, una duración y un sonido de éstos. Martínez toma como ejemplo La batalla en el hielo, de Alexander Nevsky, y luego sigue con Eisenstein. Intenta señalar la relación simétrica entre los movimientos de los planos y los movimientos musicales del film, y subraya, con autoridad y solemnidad (en contrapunto con el tono cómico de la escena), cómo la forma cinematográfica configura la percepción del espectador. Justamente aquí está el secreto de La vida útil. Es que su forma revela una relación entre el cine y la percepción. Veiroj filma, por ejemplo, el lavado del cabello del protagonista como si se tratara de un acto extraordinario. ¿Qué lo que debemos ver? Los primeros planos del cuero cabelludo de Jelinek adquieren inexplicablemente una figura estética. Su papada extendida sobre la pileta transmite simultáneamente ternura y ridiculez. Los detalles y el modo de registros de éstos son profusos. Con paciencia y respeto, la cámara descubre un mundo. En ese sentido, una larga caminata de Jorge por Montevideo se transfigura en una sala de cine al aire libre. El modo de caminar es cinematográfico. Suenan bandas sonoras reconocibles en su andar, como si Jorge fuera una antena cinéfila capaz de canalizar la historia del cine que flota y viaja por el espacio. Esa secuencia está concatenada a la del baño. Habría otros ejemplos.
La vida útil es un film discretamente extraordinario. Es una elegía cinéfila sin amargura y resentimiento. No se puede saber aún cuan larga es la vida útil del cine. Que sea un film feliz no significa que dócilmente se celebre la privatización digital del cine. La vida útil nunca deja de ser política, ya que de su mirada sobre Cinemateca se predica la fragilidad de todo proyecto cultural, la total desprotección del cine, su desamparo. Y en ello hasta quizás sea más efectiva e ilustrativa que dos obras muy diferentes, como Goodbye Dragon Inn y Fantasma, que también anuncian el crepúsculo de una edad del cine.