Por afuera del exitoso recorrido internacional que tuvo esta coproducción argentino-chilena, lo que impacta de La visita, primer largo del trasandino Mauricio López Fernández es la estructura visual y narrativa. Porque se trata de un film que se para en el mismo barrio conceptual que lo hizo La ciénaga, aquel hito del cine argentino dirigido por Lucrecia Martel.
El relato nos presenta a Elena (impecable Daniela Vega), que vuelve a su casa para el funeral de su padre. Lo que no soporta su madre del regreso es que Elena antes era Felipe, el nombre con el que había bautizado a ese hijo que se decidió por su pertenencia de género.
El pago propio como escena del dolor y la frustración; la casa materna como representación del deber ser, de la opresión del entorno. Eso registra Elena y lo traslada a pantalla con matices y miradas alejadas de cualquier tic, con trazos de una interpretación que dice incluso más que los diálogos que tiene con su madre —ásperos, cargados de miedo y percepción de rechazo—.
En La ciénaga la fuerte presencia del escenario de la acción (ese caserón del norte argentino plagado de gritos, miedos, sombras y un fuera de campo incluso más temible que lo iluminado en pantalla) en parte se ve replicado en La visita, que es también una ciénaga para las certezas de sus habitantes, que conviven con la muerte del hombre más viejo de la casa pero también con la muerte palpable y visible del hombre que había dejado el hogar y volvió con su nueva identidad.
os silencios incómodos, discordantes, que protagonizan gran parte de los 80 minutos de relato se cruzan con miradas de reproche maternas —aún resuenan los gritos de Graciela Borges desde la cama de su habitación en el film de Martel— y directivas como “que no vaya a la habitación de los chicos”.
Una familia acomodada, con sus sirvientas, con su aire rural, en un pueblo perdido de Chile, las mucamas, las órdenes. Sobrevuela La ciénaga en cada secuencia, casi en cada escena de López Fernández, que también cuenta con acertados estiletazos que los personajes centrales tienen mundos propios insondables (¿qué piensa esa madre triste por la doble pérdida? ¿cómo es la vida de Elena fuera de ese pueblo?).
También hay piojos en La visita, que los tienen los chicos de la casa, con sus pelos envueltos en papel film y shampoo. Chicos que juegan entre ellos, que corren por los ambientes, que hacen ruido y no parecen percibir la vida de esa habitante que llegó con un nombre que a todos les parece extraño menos a ella misma, aunque su mamá siga diciéndole Felipe y le pregunte si va a ir “así vestido” al funeral de su papá.
Y está ese personaje central pero por fuera de Elena y su madre. La madre de los chicos, la esposa de un hombre ausente, la que intenta romper su silencio con un poco de ruido físico y hormonal. La visita es una gran pequeña película que sigue el camino de otros relatos que apuestan a seguir abriendo cabezas, a intentar romper esquemas de pensamiento que incluso el cine por ahora parece resistirse a romper. Aquí es donde la novedad debería ser norma, donde pega dos veces una obra destinada a perdurar.