Alcohólicos, vagos y pendencieros
Suerte de comedia de borrachos, en la película de Van Groeningen hay, en lugar de sordidez, condena y castigo, una simple naturalización de la disfuncionalidad, con buenas dosis de humor y empatía para con estos feos, sucios y malos.
Que una película cuyo título en francés es La merditude des choses se estrene con el título La vitalidad de los afectos debe marcar, seguramente, un record histórico de infidelidad, aun en un terreno tan permisivo en este aspecto como es el de la titulación cinematográfica. Igual, tampoco es que La merditude des choses sea el original: esta película belga, hablada en flamenco, se llama en verdad De helaasheid der dingen. Que vendría a ser algo así como El infortunio de las cosas. Valga como consuelo el título con que se estrenó en España: La lamentabilidad de las cosas. ¿Pero cuál es ese infortunio o lamentabilidad? Tal vez el haber nacido en una casa en la que a un padre alcohólico, vago y pendenciero se suman tres tíos alcohólicos, vagos y pendencieros. Por suerte el director toma todo esto más como el John Ford de las comedias de borrachos que como el mexicano González Iñárritu. Por lo cual en lugar de sordidez, condena y castigo hay una simple naturalización de la disfuncionalidad, con buenas dosis de humor y empatía para con estos feos, sucios y malos.
Si es belga tiene que haber ciclismo y cerveza. Hay y para el campeonato. Literalmente: tres de los picos de excentricidad de la película dirigida por el treintañero Felix Van Groeningen son una carrera ciclista con competidores desnudos y un par de torneos por el record internacional de litros de cerveza bebidos al hilo. Por supuesto que uno de ellos lo gana uno de los tíos del protagonista. Basada en una novela, De helaasheid der dingen (más vale evitar traducciones), no carece de tics clásicos de las películas-europeas-basadas-en-novelas: el formato de relato de iniciación, la obsesión por confrontar infancia y adultez del protagonista, la narración como memoria, el relato off en primera persona. Lo que permite al realizador desordenar ese férreo orden cinematográfico-literario es, justamente, el desorden. El desorden existencial de los Strobbe (a los que el protagonista califica de tribu) y el desorden de puesta en escena con que Van Groeningen traduce, acertadamente, ese de-sarreglo existencial.
Todo es caótico en casa de los Strobbe. La cohabitación de cuatro tipos adultos (todos separados de sus mujeres, todos sin empleo a la vista), la abuela y el nieto, en un espacio reducido; la desa-tención por si el chico concurre o no a la escuela; la ocasional promiscuidad (cuando llegan con alguna mujer, los tíos no se fijan si lo hacen o no en la cama de al lado) y el eventual castigo físico del padre al hijo. El mayor acierto de Van Groeningen reside en la elección del punto de vista, que no condena ni se escandaliza de esta suerte de hooliganismo de entrecasa. Pero tampoco celebra una vida en pelotas, cantando canciones de borrachos. En lugar de eso, Van Groeningen mete la cámara entre ellos, filmándolos a la misma altura (en sentido literal y figurado) y llenando el cuadro de gente, muebles y objetos, utilizando angulares para que todo eso entre en cuadro. “Los Strobbe son así”, parece decir la película, sin que ello implique resignación o fatalismo. “Se puede ser un Strobbe y no ser así”, dice también, en la figura de ese chico en quien lo hereditario y lo adquirido andan a las piñas, como su padre y sus tíos en el pub de la vuelta.