Feos, sucios y malos.
Aunque decidí titular está crítica en honor al clásico de Ettore Scola (algo que, debo admitir, ya había hecho con Torrente IV, pero creo que en este caso la elección es aun más apropiada), el mundo reflejado por La vitalidad de los afectos me recuerda a algunas películas escocesas de los últimos años, o a los personajes de Kusturica. Gunther es un aspirante a escritor treintañero que no puede conseguir editor para su novela. Su mujer, a la que odia, está embarazada, por lo que debe trabajar de lo que venga para subsistir. Estas acciones se intercalan con la narración autobiográfica del protagonista, que revive su tremenda pre adolescencia junto a su familia. En la cochambrosa morada de los Strobbe solo la abuela trabaja. Mientras, sus cuatro hijos (incluyendo al padre de Gunther) holgazanean, se emborrachan, salen de putas y chocan autos. El niño es un desastre en la escuela y sólo ve un futuro posible fuera de Reetveerdegem y de esa casa. Paradójicamente, las bestialidades que presencia día tras día constituirán su objeto de inspiración. Todo parece indicar que Gunther será un Strobbe más, y sólo él puede alterar las coordenadas de ese destino miserable.
La vitalidad de los afectos contiene algunas escenas memorables en las cuales no se ahorra descripción alguna. El concurso de beber cerveza, la carrera de ciclistas desnudos, el polvo contra la pared del bar, la borrachera con canciones de Roy Orbison y el baño al aire libre donde cagan los Strobbe son postales de un retrato lamentable, hilarante, despreciable, querible y, sobre todo, sincero. Con el aporte de unas actuaciones soberbias, el relato de Felix Van Groeningen (quien a su vez se basó en la novela de Dimitri Verhulst) entrega toda su visceralidad sin golpe bajo alguno. Por toda la mugre que nos hace ver no hay reproche que hacerle.
Lejos de ese pasado de violencia y peinados ochentosos, el Gunther adulto consigue finalmente convertirse en escritor. De vez en cuando vuelve a Reetveerdegem a visitar a esa tribu de salvajes cuya penosa existencia le valió su obra consagratoria. Claro que con el éxito llegó la vida que tanto anhelaba, junto a una nueva mujer y a un nuevo hijo por los que, ahora sí, siente afecto. Algo así como un salto de calidad que lo alejó del infierno anterior. Van Groeningen no lo juzga, y quizá tampoco deberíamos hacerlo nosotros. Si hay algo que no se le puede señalar a su película, como dijimos, es falta de honestidad.