Instinto de supervivencia
Con sus 31 años a cuestas y tres largometrajes, incluidos La vitalidad de los afectos, Felix Van Groeningen es considerado por la crítica especializada como uno de los más interesantes representantes de la denominada nouvelle vague belga.
Fiel a un estilo muy personal y partidario de un cine sin complacencia ni efectismos, es la primera vez que el realizador adapta una novela autobiográfica del escritor Dimitri Verhulst, que parte de la mirada contemplativa de un niño de 13 años, Gunther Strobbe (interpretado por Kenneth Vanbaeden en su etapa preadolescente y Valentijn Dhaenens en su etapa adulta), quien se ha criado junto a su padre alcohólico Marcel y sus cuatro tíos en el seno de una familia disfuncional donde la promiscuidad, la violencia, las borracheras y el desenfreno son moneda corriente.
Sin embargo, ante este panorama de decadencia y autodestrucción, el muchacho siempre le encuentra un costado lúdico a los problemas y hasta por momentos divertido con las ocurrencias de sus familiares. Pero eso se termina cada vez que llega la resaca o en las ocasiones que debe soportar la violencia de su padre Marcel "Celle" Strobbe (Koen De Graeve) cuando exterioriza toda su frustración en el cuerpo de su pequeño hijo. La única que realmente intenta salvarlo del maltrato y lo obliga a concurrir a la escuela es su abuela, consciente del ambiente perjudicial en el que está creciendo su nieto.
Si bien todo relato concentrado en el derrotero de una familia disfuncional presenta situaciones típicas de enfrentamientos o conflictos que desencadenan tragedias, el film de Felix Van Groeningen se destaca por un estilo seco y directo, muy particular que fragmenta la historia en dos tiempos: pasado y presente, donde la presencia del protagonista Gunter resulta clave como único punto de enlace, ya que es su mirada –tanto la de niño como la del adulto- aquella que predomina en la historia.
No obstante, también la idea de narrar en tercera persona una experiencia que por lógica implicaría una primera persona –dado que se trata de una autobiografía- genera a los fines narrativos y cinematográficos una fascinante distancia que por momentos se despoja de la pura catarsis y verborragia para encontrar un vuelo poético en las peores sentencias o descripciones de momentos traumáticos.
El tratamiento que el director belga emplea en la imagen mezcla por un lado el blanco y negro con un rabioso colorido, además de apelar algunas veces a un registro cuasi documental que transmite mayor sensación de verdad en la imagen como suele ocurrir en el cine de los hermanos Dardene. El drama se desplaza por los carriles normales pero siempre una cuota de extravagancia o gracia de borrachera lo quita de su densidad y sordidez hasta volver humanos a estos personajes frágiles, patéticos pero queribles, que rodean al joven muchacho y no le permiten crecer.
Hay momentos donde los afectos se vuelven tóxicos; donde las familias subyugan y aplastan cualquier intento de libertad para terminar fagocitando a sus miembros. Sobre ese lazo invisible siempre a punto de romperse, de resquebrajarse, se maneja con sutileza el realizador belga haciendo gala de su capacidad para dirigir actores y extraer de cada uno de ellos las máximas purezas.
Si hay algo que a veces puede salvar a las personas de la autodestrucción pese a las condiciones adversas, ese inexplicable algo es el arte y en este caso en particular la concepción de una novela autobiográfica, cruda y vivida por un adulto que alguna vez fue niño y que debió aprender a andar por la vida sin un sustento afectivo, a fuerza de instinto de supervivencia.