La primera parte de La voz de la igualdad decepciona un poco por su apego a los lugares comunes de la biopic. Las secuencias iniciales con la joven Ruth Bader Ginsburg luchando contra los prejuicios como una de las pocas alumnas mujeres de la escuela de derecho de Harvard, a mediados de los 50, anuncian que el film se mantiene en un esquema ya demasiado conocido, en el que cada escena está diseñada para destacar la excepcionalidad de la protagonista y prefigurando un futuro que el espectador probablemente ya conoce.
Pero aún en su forma esquemática el film resulta tan cautivante como la historia que cuenta. En gran medida se debe a la interpretación de Felicity Jones, que resalta la inteligencia, resistencia y fuerza de quien se convirtió en la segunda mujer en ser jueza de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Cuando la película se concentra en el caso con el que Ginsburg logró un importante cambio en la ley para que no se admita la discriminación por género, la película cobra mayores matices y explota sus mejores facetas.
Una de ellas es su tratamiento del matrimonio como una sociedad de pares que se inspiran, apoyan y hasta presionan cuando saben que el otro tiene más para dar (lo cual también se extiende a su hija). El retrato de Martin Ginsburg, interpretado con mucho encanto por Armie Hammer, es el de un hombre que admira a su esposa y colabora para que ella pueda explotar el potencial que ambos saben que tiene, aunque al mundo le cueste aceptarlo.