El director brasileño narra días y noches en la vida de algunos personajes de una San Pablo agitada pero melancólica.
A pocos minutos de comenzar, el tercer largometraje de ficción del brasileño (nacido en Londres y criado en Roma) André Ristum deja bien en claro su filiación cinematográfica. Descendiente directo de los mosaicos narrativos corales reinventados por Robert Altman en su Ciudad de ángeles –y transformados por Alejandro González Iñárritu y Paul Haggis en escenarios sobre los cuales pontificar sobre el estado del mundo y la condición humana–, La voz del silencio despliega en pantalla algunos pocos días y noches en la vida de un puñado de personajes, habitantes de una San Pablo agitada y colorida, pero no por ello menos melancólica. Siguiendo las reglas nunca escritas del género, casi todos ellos se tocarán o cruzarán en algún momento de la trama –directa o indirectamente, circunstancial o profundamente–, infiriendo de allí no tanto un efecto mariposa emocional como una red narrativa interconectada con pretensiones de fresco urbano contemporáneo.
Los mandatos de la coproducción parecen haber dictado la inclusión de un par de inmigrantes argentinos en Brasil, aunque en esta ocasión esos personajes no llegan a sentirse artificiales: el hombre mayor y algo resquebrajado interpretado por Ricardo Merkin y la vendedora de inmuebles y madre de un hijo encarnada por Marina Glezer (ambos muy duchos en el idioma portugués) son tan verosímiles como el resto de las criaturas. Uno de los puntos más fuertes de La voz del silencio es, precisamente, la dirección actoral, que logra en casi todos los casos –incluidos los más extremos, como esa mujer depresiva abierta a la alucinación televisiva– un tono acertado y parejo, lo cual ayuda, en no poca medida, a ocultar los hilos que van moviendo las historias. Incluso en sus momentos más previsibles, cuando ciertas situaciones amenazan con transformar a la película en un decálogo de miserias, culpas e intentos de expiación.
Retratados alternativamente bajo el clásico manto del montaje paralelo, allí están esa mujer obsesionada con las postales que su hijo le envía desde Nueva Zelanda, el hombre que lleva a domicilio órdenes de desalojo y trata a las mujeres como objetos, el muchacho callado y triste que deja pasar sus días en un call center, todos ellos representantes de ciertos arquetipos inmediatamente reconocibles, tanto en la vida real como en el cine. La historia más potente, aquella que logra hacer sonar una cuerda emocional no tan evidente a los ojos, parece ser la de una aspirante a cantante que se ve obligada a sostener su economía con la práctica del baile del caño en un club nocturno de escasa categoría. No hay aquí ningún terremoto o lluvia de ranas que reúna física o simbólicamente a todos los peones del tablero, pero sí un eclipse lunar que aspira, quizás innecesariamente, a transformarse en metáfora de los choques y cambios emocionales en la vida de todos y cada uno de ellos.