Las grandes ciudades generan una sensación de soledad y pequeñez, como si la majestuosidad edilicia transformara a quienes las caminan en seres autómatas e insignificantes. En esa línea va la primera secuencia de La voz del silencio, que presenta a un grupo de personajes trabajando en actividades sin prestar atención alguna, con sus miradas vacías, perdidas en las profundidades de sus pensamientos.
Esta coproducción argentino-brasileña transcurre íntegramente en la ciudad de San Pablo. Allí viven el empleado de un call center, una madre soltera a punto de perder su trabajo, un hombre mayor apasionado de la música clásica con problemas de memoria y otro con varios empleos para terminar sus estudios, entre varios personajes que el guión del también director André Ristum irá uniendo a medida que avance el relato.
Magnolia aparece como la gran referencia (aquí no hay una lluvia de sapos pero sí un eclipse lunar) de este film que tematiza cuestiones como la opresión y la soledad a través de esos hombres y mujeres atrapados en sus rutinas, víctimas de un sistema que les exige mucho más de lo que les ofrece.
Más allá de sus acertadas construcciones climáticas y un elenco parejo, La voz del silencio cae en el pecado de usar a sus criaturas como vehículos para decir lo que para el director son grandes verdades acerca del mundo. Hay un tremendismo más cercano a Alejandro González Iñárritu que a Paul Thomas Anderson en la forma en que las historias se van entrelazando, a la vez que una tendencia al subrayado que muestra que Ristum está más interesado en construir una ambiciosa radiografía social que en comprender cómo y por qué las cosas son como son.